Eran las doce en
punto de la noche cuando lo vi. Llevaba un gamulán azul, largo hasta los
tobillos, el pelo enmarañado y barba de unos tres o cuatro días que opacaba aún
más su rostro silencioso. Las pupilas rojizas, congeladas en un punto fijo.
No había dormido
durante muchas horas, su cuerpo se asemejaba a un tótem a punto de caer y
fragmentarse en millones de filosas puntas de hielo- nada se ve más oscuro que
el reflejo de un hombre con el corazón destrozado, escribo, con la mano
temblorosa-
Tuve la sensación,
al continuar observándolo detenidamente, que pocas veces antes se había
permitido experimentar y atestiguar semejante lúgubre agonía, esa que conlleva
a la tristeza y al vacío. Sentí pena. Hubiera querido trepanarle del pecho la
bola dolorosa que palpitaba el veneno del no entendimiento. Hubiera querido
beberle el llanto contenido que vomitó de golpe manchando el aire con
partículas de palabras no dichas, de cariños no ofrecidos, de momentos que
ahora no eran más que hojas sueltas en una bocanada de viento.
Morir. El irremediablemente acto de morir.
Anoté al pie de la página.
Durante algunos segundos, por las muecas de su
rostro, intuí que buscaba respuestas en su mente ajetreada; respuestas que tal
vez estuvieran latentes y que aún no descubría, incluso, al verlo esforzarse frunciendo
el ceño, pienso que hasta se aventuró a soltar el cordón de la razón pura y
divagó entre los parajes del inconsciente colectivo: alguien debía poseer un
soplo esclarecedor, una antorcha que súbitamente iluminara el espeso corredor
de lo incognoscible.
Después se sentó en
el suelo y con las manos apretadas se mordió los labios varias veces,
alrededor, el silencio ya había soltado sus demonios y pronto habría de
comenzar el dantesco espectáculo que plantea la obligatoria comprensión con sus
falsos profetas vestidos de olvido. Y lloró de nuevo. Aún no quería la dosis
estimada de antídoto, por lo que sacó del bolsillo de su saco una foto vieja y
la repaso hasta el detalle. No era la única vez que lo hacía, lo noté por su
destreza al manipularla casi en una especie de ritual repetitivo. En el retrato
había una mujer, de fondo se podía ver una casa blanca de ventanales caoba,
varios árboles gigantes de frondosas copas verdes y un dejo transparente de
nostalgia casi intangible que brotaba del papel gastado. El hombre del gamulán
azul, evidentemente había impreso en ella un anhelo tan profundo que había
logrado trascender la inerte estupidez del objeto, convirtiéndolo en un papiro
que albergaba en sus entrañas un trozo de su tiempo. De no haberlo hecho, de no
haber transferido esa esencia amorosa que impregna el aura de algunos anhelos,
me atrevo a afirmar que esa mujer se habría desintegrado en el aluvión
imparable del incauto devenir.
No bien desperté en
ese pensamiento; en el de la mujer con la mirada extasiada en los andenes de la
vida aún por venir; en el suspiro tibio de mi amoroso anhelo, levanté la mirada
y me contemplé una vez más en el reflejo del espejo solitario de mi desprolija
habitación de hotel. Aún era yo, aún seguía siendo el único vocero de ese
éxtasis, que ni siquiera el ácido del dolor más intenso tiene el poder de
carcomer. Yo había amado y había sido correspondido. Mi corazón había hallado
su respuesta, había encontrado la infinita mortalidad desdibujando con lo
vivido la levedad minúscula del tiempo.
Al despertar me
atreví a reírme un rato, dejándome ahora avasallar por la belleza tangible que
ofrecen los buenos recuerdos. La soledad se escapó por la ventana como una
bruja exorcizada y entonces me envolví el cuerpo con el fino manto de esa
mirada que por años, había yo atesorado en lo más profundo de mi ser. Aventé el gamulán en el ropero y me afeité el
cansancio.
Justo después de
dejarte ir a cabalgar a pelo en el lomo del viento, tengo pensado acurrucarme
en tu sillón favorito a escuchar el sonido de tu voz retumbar por el dulce
vacío de nuestra casa, al fin y al cabo; escribo; nada esta distante de
nosotros, todo vive para siempre, nada muere, todo se transforma, sólo existe
el amor que nos hemos profesado para perdurar en las líneas del tiempo y solos
estamos los dos, tu renaciendo en otros senderos, yo, perdurando en los que
juntamos nos toco pisar. Tu ausencia es un detalle, tu piel transparente es
otro aprendizaje, un aprendizaje que ni el acido del dolor más intenso tiene el
poder de carcomer, tan simple como eso.
Fotografía: Johanna Knauer
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