No quiero seguir pensando que fue un error
haber viajado. Quiero darme una chance. Suspiro y comienzo a desempacar.
Sin
darme cuenta son casi las tres de la tarde. Bajo a la cocina y le mando un
mensaje a Florencia para que me envíe el número de alguien que se ocupe de la
piscina. Lo hace. Solo el número. A secas.
Estoy
algo desorientada, no sé si limpiar o comer algo, o ir a saludar a mis sobrinos, o simplemente sentarme en una reposera
al sol. Me decido por lo último, mientras planeo una ida al pueblo a comprar
provisiones. Hace mucho tiempo que no me siento a sentir el sol candente en mis
hombros desnudos. Me sorprendo al darme cuenta lo que he decidido. ¿Esto
también será mérito suyo?. Pasa
una hora o más, no estoy segura. Solo sé que me arde la cara y los hombros me
explotan. Decido manejar hasta el pueblo. Así, sin ponerme crema. Me duele la
piel pero quiero que me duela. Quiero saber que todavía puede dolerme.
Todo
está igual, todos y cada uno de los lugares que dejé atrás cuando me fui; tal
vez se hayan sumado uno o dos sitios nuevos pero no tienen la suficiente
personalidad como para opacar la existencia de esas presencias de siempre;
presencias que hasta casi con inocencia trataron de ayornarse al paso del
tiempo cambiando el color de sus fachadas o agregando una reja o unos cuantos
árboles y que, a pesar del dedicado intento, no lograron hacerlo. Son las cinco
de la tarde. Los locales comerciales recién comienzan a abrir sus puertas y me
sorprendo al descubrir que quizás soy la primera en lanzarme a las calles
después de una calurosa y agotadora siesta. Estaciono el auto con cuidado
respetando las líneas para aparcar y bajo no sin percatarme de algunas miradas
curiosas. A pesar del movimiento de turistas desde la piel emano ser una hija
pródiga que regresa.
Trato
de ser lo más ágil que puedo en el supermercado. No quiero llamar la atención
ni darles el tiempo suficiente para descubrir quién soy. Compro vegetales,
carne, quesos, galletas, frutas, algunas botellas de champagne y tres cajas
completas de vino tinto. Las suficientes como para que mis visitas al pueblo
sean lo más espaciadas posible.
Pago
con tarjeta de crédito. La cajera se queda mirándome mientras se procesa la
operación y sé que sabe perfectamente quien soy porque yo sé perfectamente
quien es ella. Ahora las dos estamos cautivas en un incómodo silencio que se
prolonga más de la cuenta. Impaciente miro el posnet buscando el chirrido de
aprobación. Ella continúa mirándome.
Mastica chicle mientras con una postura casi mafiosa, diría yo, está a
la espera de alguna palabra mía que rompa el hielo, como diciendo “vos sos la
que te fuiste, la que nunca volviste, a vos te toca decir: ¿Viviana, sos vos?
Pero no lo hago. La ignoro. Finjo mandar un mensaje con mi celular y me hago la
distraída. Y ostento, tal vez involuntariamente, cierto aire de superioridad
que al descubrirlo latiendo en mí, me incomoda a tal punto que me duele el
estómago. —Pero si es Viviana―me digo, aún fingiendo mandar el
mensaje―jugábamos juntas desde que teníamos 3 años. Vivía a la vuelta de casa.
Todavía debe vivir allí―Pero ni aún así logro sacarme de semejante postura.
Firmo el comprobante de pago lo más rápido que puedo haciendo casi un garabato,
aprisiono las bolsas entre mis dedos transpirados y las cargo en el carro.
Ahora puedo sentir como miles de ojos me taladran la espalda a medida que
abandono el lugar. Estoy nerviosa, como nunca antes lo había estado en mi vida.
Trato de encontrar el equilibrio recordándome que soy una mujer que ha tratado
con personas en situaciones extremas y que en raras ocasiones han logrado
sacarme de mi eje; no me recupero del todo y prácticamente me aviento dentro
del auto y acelero causando un estruendo con las ruedas que pone al tanto de mi
presencia a los que transitan alrededor del supermercado. Revuelvo dentro de la
cartera y enciendo un cigarrillo. Mientras aspiro el humo trato de entender
porque no quise saludar a Viviana y entonces rememoro que ella fue, sin
saberlo, uno de los tantos motivos por los cuales decidí no volver de Miami.
Verla sentada detrás de esa caja puso a funcionar una maquinaria que yo ya
creía superada. Me expuso sin reparo frente a esa niña de 18 años que un día
fui y que entonces soñaba desesperadamente con un gran futuro en el extranjero
y no con el simple puesto de cajera en el supermercado del momento, con una
niña de 18 años de la cuál hoy ya no quedaba nada.
La vi
sentada en ese lugar que debió ser mío, como lo fue de mi hermana, de mis
primas y de cada una de las chicas de mi edad
y atestigüé como en mi interior, el poco amable aire de superioridad
involuntaria que había manifestado al principio mutaba en una sensación de
asfixia seguida por el eco de una pregunta fatal: ¿Y si me hubiera quedado
ocupando la silla detrás de la caja? ¿Las cosas, hubieran podido ser
diferentes?
Viviana,
sin saberlo, otra vez detonó en mi interior un cúmulo infrenable de emociones.
La maquinaria se había vuelto a poner en marcha.
El
semáforo se pone en rojo. Manoteo el bolso y busco el celular. Quiero decirle
que su experimento no está funcionando. Que lejos de sentirme bien estoy a
punto de estallar y esto recién comienza. Quiero decirle que no voy a lograrlo.
Que quizás no todas las personas debemos sanar. Que tal vez yo sí sea feliz
sumida en mi burbuja de heridas. Quiero decirle tantas cosas pero me atasco y
enmudezco, una vez más.
Un
bocinazo me arrebata de mis pensamientos entonces tiro el celular en el asiento
del acompañante y maniobro hacia el cordón cuneta. Apoyo la cabeza en el
volante y trato de imaginar cuanto tiempo podré seguir soportando. Cuanta será
la vida útil de mi alma frente al dolor que no quiere liberarme. ―No es el
dolor el que no quiere liberarte, eres tú la que no quiere liberarlo a él―me
dijo unos días antes de viajar y desde ese momento no he podido desprenderme de
esa frase. ¿Por qué? ¿Porque continúo sosteniendo mis heridas como si fueran
altares, como si fueran vírgenes milagrosas que lloran sangre?
Sin
darme cuenta giro en una esquina y paso frente a la casa de Florencia. Los
mellizos juegan en el jardín y ella riega las plantas en una comunión tan
perfecta con el entorno que durante algunos segundos envidio su calma. No se
percata de mi presencia. ¿Cómo habría de hacerlo si prácticamente soy un
fantasma que regresa del mundo de los muertos? ¿Cómo habría de hacerlo si yo no
formo parte de la geografía del lugar? No dudo un segundo en seguir de largo,
sé que todavía no estoy preparada para soportar la embestida de sus lógicos
reclamos.
El
atardecer se escapa en un suspiro mientras organizo la alacena y llega la
noche. Está estrellada, diáfana y ligera. El vaho incesante del día ya se ha
aplacado ante la frescura de las sierras y se ha llevado el rostro mafioso de
Viviana entronada detrás de la caja y con él, el malestar del torbellino
emocional; por lo menos de momento. Me preparo una ensalada liviana y destapo
una botella de vino. Decido instalarme en el patio a dejar que la intensa
jornada prescriba y se evapore bajo la transparente luz de la luna, como
solíamos hacerlo antes de todo, cuando las heridas no estaban vivas, latentes y semejantes a vírgenes que
lloran sangre y descansábamos sobre la arena de la playa. Suspiro muy hondo y
me rindo ante mi necesidad de terminar el día.
Me rindo ante la urgencia de relajar mis músculos y renunciar a la
tensión que me oprime el pecho. Entonces, inevitablemente, advierto su presencia y siento su mano sobre
la mía, su respiración en mi oído, su sonrisa cálida, el calor de su cuerpo y
estallo en lágrimas que gritan la misma agonía desde aquel día.
Y lloro
tristeza durante mucho tiempo mientras el mapa del firmamento se transforma
lentamente.
Destapo
la segunda botella. El vino ya comenzó a
desencadenar su efecto dominó y me siento algo abombada. Miro mi reloj, son
casi las 3 de la madrugada. Aspiro el aire serrano despreocupadamente como no
lo hago desde hace mucho tiempo y entre lágrimas secas y otras nuevas que
buscan existir en la tela de mi rostro me detengo un instante en la luz de su
mirada.
Aprieto los párpados y me río, casi a
carcajadas, me río de mí y de toda la situación. Nunca pensé en regresar y
menos derrotada por el mundo. Nunca pensé siquiera que semejante derrota
pudiera sucederme. No a mí. ¿A dónde se
había ido el ímpetu de la juventud? Toda esa vida, esa gasolina invisible que
me inyectaron los proyectos, los logros…el amor.
Mi
celular vibra otra vez. ―Se te extraña…y mucho―durante algunos instantes me
invade la espontanea necesidad de responder a su mensaje, decirle aquí también
se te extraña, demasiado, pero me detengo y aprieto el aparato contra mi pecho
queriendo tal vez que la respuesta viaje por sí sola a través del ritmo de mi
corazón asustado; y lo hace, por supuesto que lo hace, al fin y al cabo precisamente de eso se trata la historia que
nos une ―Lo sé…―y al leer esa frase, una que a simple vista pudiera parecer
descolgada y sin sentido en medio de un universo de palabras, no lo es; responde
a mi temblorosa entrega, asustada y tímida, distante y reticente pero tan
profundamente real e inocente que vuelvo a sentirme una adolescente, allí
sentada, con el celular apretado contra mi pecho y una borrachera descuidada
que me invita a soñar una y otra vez más con el instante mínimo en el cual mis
ojos se cruzaron con los suyos, ese instante mínimo cuando fui encontrada al
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Fotografía: Johanna Knauer
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