El
tenue sol del amanecer me pega en la cara y despierto de repente, con la boca
seca y la cabeza a punto de estallarme. He pasado la noche en la reposera del
patio y el punzante dolor de cintura me lo reclama. Son las seis de la mañana y
ya el calor incesante de Enero empieza a hacerse notar. Mientras voy
recuperando la claridad suspiro, casi con amargura o tal vez con reproche, otra
noche más de copas, otro día más de resaca.
La casa
está en calma, mi energía no la ha perturbado. Lo advierto al observar las
partículas serenas de aire que a contraluz del sol empiezan a copar los
ambientes, tan en armonía con mis pasos mientras me dirijo a ducharme, que no
puedo evitar sonreír ante el bello espectáculo. Y aunque todavía tengo la vieja
sensación de sentirme ajena, no puedo evitar dejarme llevar por la
reconfortante caricia matutina de esa morada que no tiene obligación alguna de
estar recibiéndome con amabilidad después de tantos años.
El agua
tibia resbala por mi espalda. Me sorprendo al descubrirme sintiendo su
presencia ¿Es que acaso verdaderamente no existe la distancia?
-La
distancia es ausencia―digo en voz alta, casi con sabiduría y sonrío al intuir
que discreparía inmediatamente con mi sentencia. Diría: la ausencia no existe,
porque sino estarías reduciendo algo tan elevado como el amor a una simple
conexión física cuando en realidad conectar físicamente con alguien es hasta
fácil de lograr …cuando dos personas se unen más allá, desde el corazón, el
alma y la mente, no hay vacios, no hay “ausencias”.
Inmediatamente
recuerdo cuando me preguntó si yo tenía una conexión de esa magnitud y lo único
que puede hacer fue elaborar un profundo silencio que finalizó varios minutos después
con un tímido “sí” y casi a medias.
Me
respondió entonces que debía sentirme
muy afortunada, mientras yo pensaba que mi afirmación tal vez era simplemente
una manera de convencerme a mí misma.
Mis
sobrinos son unos niños muy rubios y de mejillas excesivamente rosadas. El baño
me trajo algo de calma y espontáneamente decidí visitar a mi hermana.
Florencia
salió a mi encuentro con reservas, tirando el cuerpo para atrás y sin poder
esconder su sorpresa- no sabría decir si muy grata-.
Los niños me miran de reojo, no saben quién
soy―Es la tía Sofía niños, la hermana de mamá―La pequeña Cecilia es la más
audaz y me dice “hola” en voz baja sin soltar las piernas de Florencia. Lucio,
en cambio, entierra su voz en las telas del bahiano azul oscuro de su madre―Hola
niños ¡qué grande están!-digo, intentando romper el hielo sin lograrlo―La tía
estuvo en Estados Unidos mucho tiempo ¿recuerdan que mamá les conto?- agrega
Florencia. Nuevamente la pequeña, en una muestra de valentía que admiro
inmediatamente, se suelta del refugio maternal de piernas largas y macizas y se
acerca a besar mi mejilla. Lucio no lo logra.
No
puedo evitar pensar en medio de una sonrisa, en esa audacia femenina que ya nos
viene inscripta en el ADN; Cecilia me recuerda a mí, es evidente que ha
heredado- no creo que muy a gusto de su madre -ese destello lanzado que me
caracterizó desde siempre. Florencia
nunca pudo seguirme el paso en las aventuras de romper barreras invisibles y
eso nos fue desconectando, sin darnos tregua, sino hubiera sido por Marcelo,
tal vez esa mujer y yo nunca hubiéramos cruzado ni una sola palabra, éramos tan
distintas, que a no ser por el parecido físico era imposible asociarnos como
hermanas..
Fue
Marcelo el que siempre ofició de mediador. Jamás hizo diferencia entre nosotras
y trataba de estar atento a los gustos y necesidades de cada una llenándonos de
cariño con sus pequeños detalles; podía
sentarse a leer un libro con Florencia bajo la parra o sentarse a escucharme
durante horas hablar de mi huida del país y mis futuras aventuras en el Norte.
Era un tipo macanudo, de esas clases de personas que no modifican su luz
interna ante nada ni por nadie. Lleno de amigos y de noviecitas por doquier.
Florencia está nerviosa y no puede
disimularlo. Va y viene con un brote de electricidad inusual. Abre la heladera,
me sirve jugo, calienta agua, prepara café, abre la alacena, saca una bolsa de
bizcochos dulces; me cuenta de la casa, del pueblo, del nuevo trabajo de Ismael
y yo la escucho. Sé que no quiere espacios de silencios en los que tengamos que
hablar de cosas verdaderamente importantes, si es que entre nosotras pudiera
haber cosas para hablar con semejante etiqueta. Pero el silencio
irremediablemente llega después que ha transcurrido una hora de su detallado
monologo informativo.― ¿Cómo está mamá? Le pregunto sin rodeos apretando los
labios.
Ella se
levanta y camina hasta la cafetera por más café. ―Tiene sus días―responde con
angustia―pero está bien, en líneas generales.
¿En
líneas generales? ―y entonces pienso en el hielo de esa frase asociada al
bienestar de un ser humano y no puedo evitar compararla con mi madre y rememoro
esa frialdad, real o fingida, que siempre caracterizó las apreciaciones
conceptuales de mamá y de las cuales yo huí despavorida a refugiarme en la
dulzura que con 18 años creía, el mundo tenía para darme. ―Los episodios de
memoria son cada vez más esporádicos y espaciados, la enfermedad avanza a pasos
agigantados. Bueno, vos más que nadie sabes cómo es eso, sos médica ¿no?
El
silencio se hace esta vez más profundo e incomodo.
―Hubiera
querido estar acá cuando pasó y lo sabes―No miento en decirle lo que siento,
realmente hubiera querido reunir las fuerzas necesarias para haber podido tomar
un avión. Florencia suspira muy hondo. Está molesta y no quiere disimularlo.
Sus ojos azules se clavan en mis pupilas, entonces intuyo que será letal; que
dejará de fingir ser la hermana anfitriona y descargará con ferocidad, en una y
dos palabras, lo que oprime su garganta.
―Estoy
segura que verdaderamente quisiste venir a estar con tu familia…pero bueno, tu
reino unipersonal siempre fue más
importante que todos nosotros ¿verdad?
La
puñalada es hasta los huesos y no puedo contener las lágrimas.
―Lo
siento, no quise decir lo que dije…
Pero ya
está dicho.
―Perdón, estoy enojada con vos. ¡Estoy
enojada!
Aparto
la tasa de café. Estoy casi inmóvil pero me esfuerzo, y lentamente me pongo de
pie. Quiero irme. Quiero desaparecerla de mi vista.
― ¿Que
queres que diga Sofi? Realmente te lo pregunto.
―Cualquier
cosa―respondo apretando los dientes―que no incluya tu veneno de mierda.
― ¡Te
necesitábamos! ¡Mamá te necesitaba!
Sus
gritos viajan por los rincones de toda la casa y atrae a los niños. Están los
dos parados en el marco de la gran puerta de vidrio y al advertir sus miradas
fulminantes por haber aparecido de la nada a interrumpir el santuario de calma
de su madre y su juego pasible en el jardín, quiero vomitar. Agarro la cartera.
Me transpiran las manos y la cabeza me estalla.
―Y yo
los necesité a ustedes cuando unos días antes de que mamá perdiera la puta
memoria yo enterraba a la persona que me acompañó por más de 10 años.
Se
queda callada y sus ojos se humedecen durante algunos segundos.
―Lo
siento― me dice a secas―No Florencia, no lo sentís nada―respondo y me alejo
rápidamente rumbo a la puerta. ―De nuevo te vas ¡siempre te vas!―me grita, pero
sus palabras no frenan mis pasos acelerados ― ¿Acaso viniste para que sigamos
en el mismo silencio de siempre? ¿O a que mierda fue a lo que viniste Sofía?―
¡A tratar de curarme el alma!―vocifero, girando sobre mis talones, con la voz
entrecortada y ahogada en lágrimas― ¿sabes por qué? Porque nada fue tan fácil
como vos crees que fue ―y aviento la puerta a mis espaldas y corro hasta el
auto y lo enciendo y acelero y el impulso demoníaco de estrellar la envergadura
de hierro y liberarme de una vez por todas de tanto infierno me posee por
completo y acelero aún más, tanto, que ésta vez intuyo que verdaderamente voy a
hacerlo. Pero el silbato de un municipal me obliga a levantar el pie y me hace
señas de tirarme al costado. Le hago caso, involuntariamente.
Me seco
las lágrimas lo mejor que puedo, me calzo los anteojos oscuros y abro la
ventanilla―Buenos días señorita…conducía a una velocidad no permitida en esta
zona―me dice, mientras dobla las rodillas para verme la cara―Lo sé oficial, le
pido disculpas, acabo de llegar al país y estoy algo desconcertada, no volverá
a suceder―Permítame los papeles del auto y su licencia de conducir por
favor―los tomo de la cartera y se los entrego―el auto es rentado, allí está la
constancia―Sofía Dejean Anderson…―murmura revisando mi licencia―¿ Del Nacional
14? ―Me pregunta sin vueltas, mientras yo aprieto los ojos totalmente ofuscada
―Sí―le respondo a secas en medio de una sonrisa de plástico―Me parecía. Yo soy
Federico Guerrero. Compañero de Marcelo―me dice, exponiendo una fila
interminable de dientes blancos.―Que alegría, siempre los recuerdo con mucho
cariño. El mes pasado Marcelo pasó a visitarnos cuando llego de Brasil y
realmente fue maravilloso volver a verlo.―me imagino que si―le digo, con la
intención de que la charla se agote lo antes posible― ¿vos seguís en Estados
Unidos, verdad?―Así es―le respondo y hago silencio―Entonces me devuelve los
papeles al notar que no tengo intenciones de continuar hablando―Bueno, lo voy a
dejar pasar esta vez pero la próxima voy a tener que multarte―Gracias Federico,
no volverá a suceder―Te creo. En fin, fue un gusto verte Sofía y bienvenida…―Gracias,
también fue lindo verte, saludos a tu gente.
Avanzo
tres cuadras y me detengo. Las palabras de Florencia aún retumban con la misma
fuerza en mis tímpanos: “De nuevo te vas, siempre te vas” “tu reino unipersonal
siempre fue más importante que todos nosotros”…
Rompo
en llanto, desconsoladamente. Estoy segura que mis sollozos se filtran
indomables hacia el exterior pero no me importa. Mi celular suena. Es
Florencia. Aviento el aparato en mi cartera. No la atiendo. No me interesa
recibir sus disculpas forzadas y sus argumentos vacíos. Enciendo el auto y
manejo, ahora con precaución hasta la casa.
Desde
afuera, lejos de ser ese reciento plagado de bellos geranios fosforescentes, se
asemeja a una bolsa de pesados escombros que me aplasta en cada paso que doy
hacia el interior―Nunca les interesó que yo volviera, nada tienen para
reclamarme―pienso, mientras prácticamente arrastro mi cuerpo bombardeado por
emociones furiosas hasta la cocina.
Abro
una botella de vino. Necesito algo fuerte que me sacuda. Lleno una copa y la
bebo hasta el fondo. Desde el living comedor escucho la voz de mamá. Acabo de
cumplir 18 años y mis tíos de Miami Beach acaban de darme el regalo más
espectacular de mi vida: Un viaje de 30 días a su casa, todo pago…
Fotografía: Jaroslaw Datta
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F
Las Cartas para Noa no tienen desperdicio. Una narración muy ágil y fácil de leer, con el enigma del desenlace, siempre actual, siempre impactante.
ResponderEliminarUn saludo.