Cruzo
la pesada puerta de hierro y vidrio e inmediatamente el aire se transforma
sumergiéndome en un nuevo paisaje de colores y aromas.
Del
otro lado, la geografía está intacta, como si se tratase de una escena
suspendida en el tiempo, detenida en algún punto del quantum universal. Las
losetas del camino hacia la puerta principal siguen sin brillo, los geranios
del cantero aún están allí en sus estrechas macetas, desprolijos como siempre,
y al verlos, tengo la misma sensación de niña al encontrarme con ellos frente a
frente por primera vez: una mezcla de
noble extrañeza; de pie junto al colorado casi fosforescente de su
flor, descubro lo simple de la belleza y
sin tregua quedo prendida a esa planta común, obtusa en sus líneas. Quedo
atrapada en los poros de sus hojas gruesas y ásperas, en su ambigua existencia.
Mi Padre me cuenta que la palabra “geranio”
procede de la palabra griega pelargos, que significa cigüeña. Con aguda entrega
intento entonces encuadrar sin éxito sus formas tormentosas en el cuerpo del ave y espontáneamente
comienzo a tomar conciencia de mi imaginación. Tengo 5 años y a partir de
allí mi hogar y sobre todo el jardín, se
convertirán en un viaje sin límite, en un sueño casi real de hadas y duendes y
ogros y señores alados que me acompañarán casi hasta mi pre adolescencia.
La
puerta hace un chirrido a mis espaldas. Se nota que las bisagras están secas.
Solas. Abandonadas. Toda la propiedad lo está, lo intuyo a simple vista sin
haber entrado todavía a la casa principal. Hace un par de años mi hermana
Florencia se ocupaba de venir una o dos veces al mes a regar las plantas y a
desempolvar los muebles pero ya no lo hace. El tiempo siempre nos lleva a dejar
de ocuparnos de aquellas cosas que verdaderamente no nos interesan —pienso,
mientras hago girar la llave— Florencia nunca quiso ocuparse del cuidado de la
casa. Tuvo que hacerlo más por obligación que por otra cosa. Por ser la
mayor, la única viviendo en la zona…
cualquier argumento la hubiera vinculado ineludiblemente a esa responsabilidad.
Marcelo no podía, primero por ser hombre y por vivir en Brasil.
Yo no fui tenida en cuenta. Yo era de
Miami. Diez visitas en casi 20 años me habían convertido en un recuerdo. En
alguien que simplemente no era de allí. En alguien que se asemejaba a un lejano
difunto que de vez en cuando se rememora al contemplar de pasada alguna
fotografía en algún mueble sin importancia de la casa.
De los
tres yo fui la más desapegada.
Tal vez
fue por haber tomado conciencia de mi imaginación a los cinco años y haber
querido encajar las formas tormentosas del geranio en el cuerpo de una cigüeña
o por haber crecido en compañía de hadas y duendes y ogros y señores alados que
vivían en el jardín; lo cierto, es que cuando pude darme cuenta que mi lugar en
el mundo no era esa casa ni al lado de mi familia, no repare en gastos de
energía para configurar el verdadero futuro que quería para a mí.
Efectivamente,
la casa está casi en ruinas. El olor a encierro y humedad que me recibe es
nauseabundo, entonces aviento las valijas y corro a abrir los dos grandes
ventanales del living comedor. El sol de media mañana explota despavorido hacia
todos los rincones y desparrama aire puro que colapsa las partículas muertas
del oxigeno encapsulado en el recinto.
Ya más
recuperada me acerco a la ventana. La vista hacia el jardín y la calle
principal del pueblo sigue siendo una postal. Sonrío de costado al descubrir
las cosas que sí he atesorado. Y me veo, con mis shorts celestes claritos, mi
remera de Barbie rosa y mis alpargatas de yute blancas jugando con Marcelo y
Florencia a la mancha, mientras mi padre prende el fuego para asar las
costillas y los chorizos de cerdo. Es domingo, y todos los domingos el asador
de mi casa escupe el espeso humo gris de la leña y el carbón recién comprado.
Mi madre está en la cocina, hace sus ensaladas, prolijas y meticulosas como
ella: Lechuga cortada en juliana, tomate en gajos, cebolla fina, zanahoria
rallada gruesa, huevo duro con siete
minutos de cocción y papas noisette hervidas con ají molido. A las doce y media
en punto ya estamos en la mesa. Con las manos limpias. Florencia y yo con el
pelo trenzado, Marcelo con su jopo casi engominado y mi padre con su camisa
leñadora azul mangas cortas.
Camino
hasta mi bolso de mano, el que aventé sobre la mesa y enciendo un cigarrillo.
La sonrisa de mi madre al vernos estupefactos alrededor de la mesa ocupa la totalidad de mi mente. Es una sonrisa
extraña ahora que puedo verla a la distancia. Una sonrisa de logro, victoriosa,
como si con la simple comisura de sus labios estuviera diciendo—Si, lo logré. Y
nos veo, en esa mesa que ahora recorro con la punta de mis dedos y no sé si lo que me invade es un gesto de
amable gratitud o de inquisitivo reclamo. Estoy parada frente a esa perfecta
foto familiar de los años setenta y se me oprime el pecho. Tan profunda es la puntada, que prácticamente
me obligo a sentarme en un sillón a pesar del polvo que se desparrama indomable
al sentir el peso de mi cuerpo. La sonrisa de mamá. Los detalles. El pelo
trenzado. El jopo engominado. Las doce y media en punto. La camisa leñadora
azul. Nos repaso nuevamente, ahora apretando los párpados, y aunque hago el
recorrido cuatro veces siempre quedo atascada en la sonrisa victoriosa de mama
y en su ficticia mirada de triunfo y entonces se me cae una lágrima que me
llega hasta los labios y humedece la colilla de mi cigarro. No hubo triunfo
mamá—balbuceo entre dientes.
El
teléfono me arrebata de repente. Sé que es Florencia por lo que respiro varias
veces para recuperar la postura.
—que
tal el viaje—me dice, casi desinteresadamente. Le respondo que bien. Y a
continuación hago una breve síntesis de las comodidades del vuelo. Me pregunta
por la casa. Le respondo que está venida abajo. Con un sutil tono de reclamo me
dice que no ha tenido tiempo para ocuparse. Que los niños están cada vez más
demandantes. El comentario de los niños es para recordarme, de manera
eficazmente punzante, que soy tía de mellizos desde hace ocho años. Le digo que
se despreocupe, que voy a encargarme de la casa. Después llega el silencio.
Esta vez ha llegado demasiado pronto. Intuyo que quiere preguntarme a que he venido y como
estoy, pero no puede hacerlo. No puede porque no sabe cómo. En el lapso de esos
cinco segundos en mi corazón se mezclan millones de sensaciones; por un lado
siento que necesito escucharla preguntarme como estoy, necesito saber si en
realidad le interesa saber cómo he sobrellevado las cosas durante este tiempo,
pero yo sé que Florencia no va a hacerlo, entonces me adelanto y saliendo por
la tangente y casi al pasar le digo que estoy bien y que pronto, una vez que me
haya instalado, pasaré por su casa a saludarla, a ella y a los niños.
Dejo el
tubo en cámara lenta. La euforia de la llegada se ha ido. El collage de
recuerdos que salieron a mi encuentro se dispersan sumergiéndose en una pesada
soledad que rechina en cada vértice de esa casa que nunca fue mi casa. Tal vez
la voz tan ajena de mi hermana mayor me haya devuelto otra vez
al miedo, otra vez a la desesperación que ya creía por lo menos manejada
—Nunca debí haber venido—digo en voz alta y mi voz retumba en el living
comedor, en la cocina, viaja por las escaleras, se mete en la habitación de mis
padres, en la de Marcelo, en la mía, en la de Florencia —que carajo estoy
haciendo en este lugar de mierda—vuelvo a decir, explotando en llanto. En ese
momento mi celular vibra dentro del
bolsillo de mis jeans. Acaba de llegar un mensaje suyo, lo sé, siempre lo sé.
Dudo
unos instantes, no estoy segura de querer leerlo, no estoy segura de querer continuar con ésta farsa. Al fin y al
cabo he cruzado el mundo siguiendo al pie de la letra su absurdo y contagioso
positivismo. Su ridículo círculo de sanación universal. Aprieto mi rostro con
fuerza y me siento en el piso, como cuando tenía diecisiete años y creía que
las mejores decisiones las tomaba sentada en el suelo frío fingiendo que
meditaba y todo porque había visto en la televisión a un japonés sentado así en
una película vieja que no recuerdo el nombre. Suspiro profundo y me recuerdo
que soy una mujer mayor. Ahora sé que las decisiones correctas no se toman así
como así fingiendo meditar y emulando a un desconocido japonés. ¿O tal vez si?
Seco
mis lágrimas, saco el celular de mi bolsillo y abro la casilla de mensajes. No
me equivoqué
—Estoy
contigo—dice el mensaje.
Durante
un segundo quiero fingir que esas simples líneas no aceleran el ritmo de mi
corazón a tal punto de hacerlo explotar fuera de mi pecho. Durante un segundo
quiero volver y continuar con mi auto complot y seguir siendo miserable,
triste, huraña, odiosa e infeliz. Pero no puedo. Sé que ya no puedo.
Estoy
contigo. Lo releo varias veces, imaginando el momento cuando sus dedos anotaron
cada letra pensando en mí y me levanto del piso.
Hace
calor. Es enero y las temperaturas en Córdoba siempre superan los 30 grados.
Recojo las valijas y me recuerdo buscar un limpiador de piscinas; —si voy a
pasar el verano en este lugar por lo menos le voy a sacar provecho—murmuro, mientras subo las
escaleras cargando el equipaje.
Me
detengo en el pasillo.
La
encrucijada es simple y clara. Frente a
las escaleras está mi habitación, a la derecha la de Marcelo, a la
izquierda la de Florencia y la de mis padres, al final del pasillo.
Inmóvil
en el descanso se filtra en mi memoria
cuando, parada en el mismo lugar, soñaba que la habitación de mis padres
era en realidad la mía.
Años
más tarde descubrí en terapia que se trataba sencillamente de una cuestión de
ubicación, de dimensiones y de estructura, nada más que eso.
Lo
recuerdo muy bien. Ese cuarto era el más
amplio, el más luminoso y quizás el más confortable de toda la casa. Casi nunca
podía entrar en él, mi madre resguardaba su espacio como un templo santo
alegando que la privacidad de los adultos era algo sagrado. Creo que en
realidad nunca quiso que mis hermanos y yo supiéramos o intuyéramos que en ese
sitio ella era simplemente humana.
Resoplo
varias veces, tomo envión y me dirijo a la habitación al final del pasillo.
La
puerta está entreabierta. La abro con inocente sigilo, como si mis padres
estuvieran allí, reposando o hablando en voz baja para no ser escuchados. Está
oscuro. Vacilo durante unos minutos, un pie afuera, un pie adentro y encaro
hacia la ventana. La luz penetra y me enceguece algunos segundos. Entre las
formas difusas creo ver a papá y me sobresalto.
Cuando
la claridad ha copado cada rincón sonrío extasiada. Todo está en su lugar. La
gran cama con el respaldar de bronce. El bayú de roble macizo. La cómoda. El ropero
color caoba. El baño en suite de cerámicos blancos que papá mando a construir
para no tener que bajar las escaleras todos los días a medianoche. Los adornos.
Los cuadros. Las muñecas de porcelana de mamá. Los portarretratos con fotos de
la familia. Marcelo y Claudia en Río de Janeiro. Florencia con Ismael y los
mellizos recién nacidos. Y me detengo al ver que aún está mi foto cuando tenía
18 años.
Por un
instante quiero volver a llorar pero me esfuerzo por no hacerlo.
De
todas las fotos que le envié desde Miami, mi madre consideró que la más
adecuada para vestir el altar familiar era una imagen mía desvanecida en el
tiempo, como si para ella yo realmente aún estuviera ahí, estancada en un
momento previo…
Cartas para Noa se encuentra bajo una Licencia Creative Commons Atribución-NoComercial-SinDerivadas 3.0 Unported.
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Fotografía: Jaroslaw Datta
Fo
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