Abandonamos el restaurante pasadas las 10 y decidimos caminar por la noche que se
refleja en las imponentes palmeras de Lincoln Road.
Un hombre de sombrero blanco toca los timbales arrebatando
sonrisas en cada acorde y hay cientos de transeúntes embrujados por la magia de
un destello de luna, que tiñe cada rincón de un suave matiz plateado.
Noa camina junto a mí y
acaloradamente me relata anécdotas de sus viajes.
En mi mente, sus palabras forman imágenes en las que me
pierdo; desinhibida y aventurera, como cuando era esa niña del jardín queriendo
encajar las formas sin forma de un geranio en el cuerpo de una cigüeña.
Mientras escucho su relato, no puedo evitar pensar que yo sólo
tengo en mi haber sucesos médicos y hazañas universitarias. Bajo la mirada.
Lejos de querer ser condescendiente conmigo misma, me lo reprocho.
―Nick y yo siempre tenemos la excusa de “ya habrá
tiempo”—le comento y al hacerlo me sorprendo de lo ridículo que suena decirlo.
Llegamos hasta el auto. Abro la puerta y me quedo unos
instantes detenida en el fulgor esmeralda de sus ojos.
―Realmente pasé un día maravilloso. Gracias—me dice, en medio de una sonrisa.
―Yo también, Noa.
Un gigantesco instante de silencio se instala en el aire
que nos rodea y entonces, con el corazón acelerado y un nudo en el estómago
producto del nerviosismo, me atrevo a preguntarle si tiene donde pasar la
noche.
—Estaba en un Hostel hasta hoy pero no te preocupes, puedo
volver a rentar una habitación―me responde, con serenidad.
Giro el rostro. Miro mi reloj y acomodo la garganta. No
estoy muy segura acerca de lo que estoy a punto de hacer.
—Es bastante tarde. Coral Gables está cerca…mi casa es
enorme. Podrías usar la habitación de huéspedes.
Otra vez, un colosal
silencio vuelve a posarse sobre nuestros hombros.
―Tal vez no sea una buena idea…—digo, sonrojada y
notablemente incomoda ante su mutismo.
― ¡No, en realidad es una excelente idea!—me dice y me toma
del brazo deteniendo mi amague para perderme en el interior del auto―sucede que
no quiero molestarte—agrega.
―Para nada es una molestia—afirmo, con certeza― No veo porque debas andar
vagando en busca de un sitio para dormir cuando yo tengo lugar de sobra…
Después de unos segundos, asiente con el rostro.
El puente de MacArthur Causeway Avenue emerge
imponente en el oscurecido espejo
marítimo que descansa plácido, bajo su envergadura de hierro.
El viento me pega en la cara. La idea de correr el techo
del auto fue de Noa y me alegro que lo haya hecho. La brisa nocturna es un
deleite.
Giro por Granada Boulevard y la casa sobresale formidable
al hacer contacto con las luces de los faroles.
Ingresamos.
Los ventanales que dan al jardín han quedado abiertos. Toda
la cálida frescura del césped húmedo se percibe en cada una de las líneas del
living comedor y viaja por las escaleras para descansar por fin, como un
perfume refinado, en la calma de las habitaciones.
Noa no puede evitar el estado de sopor y me enternezco. Me
recuerda mis 18 años y aquellas miradas atónitas.
—Este lugar es maravilloso―dice, mientras avanza
lentamente.
—Sí. Realmente es una casa fantástica. Era de mis tíos.
Ahora viven en Hawái en un apartamento frente al mar que es de no creer―le
digo, mientras dejo el bolso sobre la mesa e intento ser buena anfitriona— ¿tienes
hambre? ―continúo—podríamos ordenar algo ¿comida china? ¿Americana?
―No, gracias. No tengo hambre.
— ¿Una cerveza? ¿Una copa de vino? ¿Agua?―sonrío. Me siento
una niña.
Noa sonríe también al advertir mi esmero por brindarle
comodidad.
—Si me acompañas, una copa de vino estará bien.
―Claro.
Descorcho una botella de Chardonay.
Noa avanza con timidez, atraviesa el ventanal y se pierde
en las luces del jardín.
Lleno dos copas.
—Desde aquí tienes un mapa completo de todas las estrellas
del cielo―me dice, mientras me señala un pequeño grupo de refulgentes astros
cerca de la Osa Mayor—Esa es la Corona Borealis―agrega—la constelación que
Dionisio le obsequió a Ariadna, después de encontrarla sola y abandonada en
Naxos.
―Ay Teseo…—comento, y nos reímos al unísono
―Es una historia maravillosa.
―Sí, lo es—respondo―Una historia triste con un final
feliz…ojalá siempre fuera así en la vida real.
—Generalmente depende de nosotros―dice y se sienta sobre la
gramilla fresca.
Yo hago lo mismo.
— ¿Realmente crees que depende pura y exclusivamente de
cada uno?―le pregunto, intrigada.
—Totalmente―sostiene, con certeza—Mira a tu
alrededor―continua— ¿acaso no tienes lo que siempre soñaste? ¿No es este el
final feliz de tu historia?
Sorbo un trago de vino y durante algunos segundos
experimento una extraña incomodidad.
La percibo porque no puedo creer que mi mente no luche ni
un instante ante el deseo fervoroso de contarle exactamente como me siento.
Aprieto los párpados.
—Esto es todo lo que siempre quise, sí―contesto,
resuelta—quizás lo que nunca imaginé en ese “perfect picture” fue que Nick y yo
pasaríamos alejados incontables horas uno del otro, que no podríamos
deshacernos de nuestro egoísmo para pensar en tener una familia, que
priorizaríamos tener cada vez más para sostener aceitado el funcionamiento que
esta máquina exige; que tendría una esplendorosa piscina a la que he disfrutado
dos veces, un yate que jamás navegué, una mansión en la que retumba mi voz
porque estoy sola…
Suspiro muy hondo.
―Lo siento—digo y sonrío de costado, recuperando mi
postura.
―No lo sientas. Hace bien desahogarse de vez en cuando.
Mi mano roza la suya que descansa sobre el césped y al
advertirlo la alejo con sutileza.
—No estoy preparada para…
Sus dedos me interrumpen posándose sobre mis labios.
―No tienes que estar preparada para nada—me dice, clavando
sus pupilas en las mías― Estamos pasando un hermoso momento. Y mira cómo nos
sonríe la fortuna…las estrellas parecen que están de fiesta; hoy resplandecen
más que nunca.
Me río ante la ocurrencia y debo frenarme ante el impulso
de abandonarme en sus brazos.
Sacudo el rostro.
—Estoy algo cansada―le digo, mientras me incorporo—Mañana
estoy en urgencias y no puedo salvarme de la primera llamada bien temprano…
― ¿Un domingo?
Suelto una carcajada.
— ¡Los médicos no conocemos los domingos!
―Supongo que es así—responde y se incorpora también.
―Aquí en la planta baja hay dos habitaciones…puedes
instalarte en la quieras.
Asiente con el rostro.
—Gracias Sofía.
Llego hasta mi habitación. Abro la ducha y dejo que el agua
tibia me golpee los hombros con todo su ímpetu.
Me recuesto. Parezco una Ofelia flotando en un océano de
locura.
Me rio para mis adentros y no puedo evitar sentirme
desconcertada otra vez ante mis actos.
―Definitivamente estoy fuera de mis cabales—digo en voz
alta y aprieto los párpados con fuerza.
Mientras me dormito, no puedo evitar pensar que tan sólo a
unos pasos la languidez de su cuerpo exacto descansa sobre la blanca suavidad
de las sábanas y me estremezco, pero ahogo el cúmulo de sensaciones y me obligo
a dormir.
La primera llamada efectivamente ingresa no bien amanece.
Me visto a toda prisa y escribo una nota para Noa. Sé que
no hay motivo alguno para desconfiar. No hay necesidad que interrumpa su
descanso.
La dejo sobre el desayunador. En ella le digo que haga uso
de las instalaciones de la casa. Que hay comida en el refrigerador y que
volveré antes de las 5.
Llego al hospital. La mañana está ajetreada y en menos de
tres horas ya he tenido que asistir varias emergencias.
Mi nombre resuena en el altavoz solicitando mi presencia en
mesa de entrada.
Estoy junto a la recepcionista varios minutos después.
―Dejaron este sobre para usted doctora―me informa, al pasar.
Tomo el sobre entre mis manos. No puedo siquiera imaginar
de qué se trata.
Lo abro.
Del interior se escapa la llave de mi yate que queda
brillando sobre la palma de mi mano.
Abro el papel que la envuelve:
¿Y si durmieras?
¿Y si, en sueños, soñaras?
¿Y si, en el sueño, fueras al cielo y allí
cogieras
una extraña
y hermosa flor?
¿Y si, al despertar,
tuvieras esa flor en la mano?
¿Qué harías?... ¿Qué harías?
Te espero en el puente de Granada Boulevard.
Noa.
Tus sueños, Samuel Taylor Coleridge
Fotografía: Lara Jade
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