Que incauto es el delirio
de abandonarse a los desbocados torrentes de la carne y a los del alma, que a
veces hasta fabula contra sí misma para poder desenredarse frente a los
secretos laberintos de la entrega absoluta.
Sin embargo, cuanta maravilla es la que reside en esa
levedad que nos empuja y nos arrebata…cuanta humana divinidad la que bulle de
los encuentros con los fuegos de la pasión, de lo prohibido, de aquello que nos
produce ansia.
¿Acaso existe algo más
honesto que redescubrirse en el deseo?
(…)
El dice: me ha seguido hasta aquí como si hubiera seguido a otro cualquiera.
Ella responde que no puede saberlo, que nunca ha seguido a nadie a una
habitación. Le dice que no quiere que le hable, que lo que quiere es que actúe
como acostumbra a hacerlo con las mujeres que lleva a su piso. Le suplica que
actúe de esta manera.
Le
ha arrancado el vestido, lo tira, le ha arrancado el slip de algodón blanco y
la lleva hasta la cama así desnuda. Y entonces se vuelve del otro lado de la
cama y llora. Y lenta, paciente, ella lo atrae hacia sí y empieza a desnudarlo.
Lo hace con los ojos cerrados, lentamente. El intenta moverse para ayudarla.
Ella pide que no se mueva. Déjame. Le dice que quiere hacerlo ella. Lo hace. Le
desnuda. Cuando se lo pide, el hombre desplaza su cuerpo en la cama, pero
apenas, levemente, como para no despertarla.
La
piel es de una suntuosa dulzura. El cuerpo. El cuerpo es delgado, sin fuerza,
sin músculos, podría haber estado enfermo, estar convaleciente, es imberbe, sin
otra virilidad que la del sexo, está muy débil, diríase estar a merced de un
insulto, dolido. Ella no lo mira a la cara. No lo mira. Lo toca. Toca la
dulzura del sexo, de la piel, acaricia el color dorado, la novedad desconocida.
El gime, llora. Está inmerso en un amor abominable.
Y
llorando, él lo hace. Primero hay dolor. Y después ese dolor se asimila a su
vez, se transforma, lentamente arrancado, transportado hacia el goce, abrazado
a ella.
El
mar, informe, simplemente incomparable…
Marguerite
Duras y el deseo. De eso se trata “El amante”.
Inclasificable y magistral. Del tramado del deseo en estado
natural. De la piel, de las memorias, del calor. La inocencia. Los silencios.
Los (significativos) espacios en blanco…
Hoy
recordé cuantas veces he leído el amante, en aquella edición de Tusquets, con
el rostro adolescente, sutilmente angelical, reinando en la portada.
Recordé
el primer rubor en las mejillas, el indescifrable cosquilleo en el estómago…los
interrogantes golpeando el corazón como caballos desbocados; la euforia de la
transgresión, la emoción del secreto encuentro entre mi alma de 16 años y
ese relato poderoso y sublime al que de vez en cuando mi mente regresa, como si
existiera aún, latente como aquella vez, como esa primera vez, en los
interminables paisajes de mi memoria y su pubertad.
Recordé
la exaltación por conocer Indochina
¿Dónde está Indochina? No importa. Es un lugar en algún punto del mundo…un
espacio evocando con sinceridad el despertar de la sensualidad, de la
sexualidad, del placer, de esos instantes cuando las miradas ajenas moldean la
existencia antes de la propia conciencia; antes de las pasiones, de los
instintos, de los miedos, de lo pecaminoso que aguarda agazapado la hora de
revelarse.
(…)
“La pequeña del sombrero de fieltro aparece
a la luz fangosa del río, sola en el puente del transbordador, acodada
en la borda. El sombrero del hombre colorea de rosa toda la escena. Es el único
color. Bajo el sol brumoso del río, el sol del calor, las orillas se difuminan,
el río parece juntarse en el horizonte”
Es
el inicio de la confesión. Es el viaje que la Duras emprende río arriba hacia
el secreto de su vida en Indochina, en dónde empieza todo en su vida, en dónde
acaba todo en su vida. Lo escribió en 1985 en una novela corta. La tituló el
amante y representa los pasajes de una vida llena de sentimientos, emociones,
desesperación y sueños convertidos en fragmentos literarios que delinean un
período breve de iniciación hacia su madurez anticipada, a esa vida que ya era
“vieja” a los 18 años. La suya es una iniciación a la vida inquietante: una
adolescente de 15 años tanteando en sus instintos y a punto de estallar la
florescencia de su belleza, se enreda en una relación con un rico comerciante
chino de 26 años. Lo que empieza como un juego de atracción y seducción y
poder, metamorfosea en una relación de
vaivenes, de amores y cautiverios emocionales y subyugantes que precipitan los
años, el tiempo… la dicha de la desdicha.
La
vida desbordándose impetuosa como un aluvión insoportable.
(…)
“Le dice: preferiría que no me amara. Incluso si me ama, quisiera que actuara
como acostumbra a hacerlo con las mujeres. La mira como horrorizado, y le
pregunta: ¿quiere? Dice que sí. Él ha empezado a sufrir ahí, en la habitación,
por primera vez, ya no miente sobre esto. Le dice que ya sabe que nunca le
amará. Le deja hablar. Dice que está solo, atrozmente solo con este amor que
siente por ella. Ella dice que también está sola. No dice con qué…
Y
así transcurre el primer verano de la pasión perpetua de esa niña-adolescente
que huye, que busca, que cuenta, que se descubre, que confiesa sin tapujos su
revelación ante la transfiguración del placer que confunde con otras cosas como
el amor, ¿o es al revés?
“Muy pronto en mi vida fue demasiado tarde” –
Confiesa-
(…) A los dieciocho años envejecí. No sé si a
todo el mundo le ocurre lo mismo, nunca lo he preguntado. Creo que me han
hablado de ese empujón del tiempo que a veces nos alcanza al transponer los
años más jóvenes, más gloriosos de la vida. Ese envejecimiento fue brutal. Vi
cómo se apoderaba de mis rasgos uno a uno, cómo cambiaba la relación que
existía entre ellos, cómo agrandaba los ojos, cómo hacía la mirada más triste,
la boca más definitiva, cómo grababa la frente con grietas profundas”
Y
después quedar a la espera.
A
la fútil espera de esos momentos…de esos retazos de antes cuando el corazón,
aún diáfano, sabía nada más que de luminosidad empañada solo por los colores de
azules veranos que explotaban aquel candor marchito que ya no vuelve.
Recordé
la honrada candidez de mis labios, tiritando ante la iluminada simpleza del
primer encuentro con las huellas del deseo…
El Amante, de Marguerite Duras
Fotografía: Hana Al Sayed
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