...Deambular
en las geografías del desamor, extraviados en el sortilegio de una locura que
resulta incomprensible, que avienta de rodillas y abandona a merced de
tormentosos vaivenes que no dan tregua en cada embestida, encontrarse
frente al silencioso paraje de saber que no hay palabras que definan la
punzante incertidumbre de reconocerse perdido entre sombras difusas, es un
bocado amargo, casi insoportable.
El
amor no tiene nombre. No ser amado mucho menos
Que profundo
delirio...
¿A dónde huir? Tú llenas el mundo. No puedo huir más
que en ti.
Súbitamente
el aroma de tu estela acude
en
la oscuridad de ésta catastrófica bohemia
a
desfigurar la simbiosis entre mis versos
y
tu recuerdo
entonces descubro que tengo el corazón resquebrajando
sus vestiduras
entre
mis manos, sangrando la divina comedia
del
olvido y a punto de perderse para siempre en la brea
de la noche
y
sus audaces demonios…
Patroclo o el destino
Una noche o, más
bien, un día impreciso caía sobre el llano: no hubiera podido decirse en qué dirección iba el
crepúsculo. Las torres parecían rocas al pie de las montañas que parecían
torres. Casandra aullaba sobre las murallas, dedicada al horrible trabajo de
dar a luz al porvenir. La sangre se pegaba, como si fuera colorete, a las
mejillas irreconocibles de los cadáveres. Helena pintaba su boca de vampiro con
una barra de labios que recordaba a la sangre. Desde hacía muchos años, se
habían instalado allí, en una especie de rutina roja en donde la paz se
mezclaba con la guerra, como la tierra y el agua en las nauseabundas regiones
de las marismas. La primera generación de héroes -que había acogido a la guerra
como un privilegio, casi como una investidura-, al ser segada por los carros,
dio lugar a un contingente de soldados que la aceptaron como un deber, para después
soportarla como un sacrificio. La invención de los tanques abrió brechas
enormes en aquellos cuerpos que ya no existían sino a la manera de parapetos;
una tercera ola de asaltantes se abalanzó contra la muerte; aquellos jugadores
que apostaban en cada jugada el máximo de su vida cayeron al fin como si se
suicidaran, golpeados por la bola en la casilla roja del corazón. Ya había
pasado el tiempo de las ternuras heroicas en que el adversario era el reverso
sombrío del amigo. Ifigenia había muerto, fusilada por orden de Agamenón, acusada
de haber tomado parte en el motín de las tripulaciones del mar Negro; París había quedado desfigurado por la explosión de una granada; Polixeno acababa de
sucumbir de tifus en el hospital de Troya; las Oceánidas, arrodilladas en la
playa, ya no trataban de espantar las moscas azules del cadáver de Patroclo.
Desde la muerte del amigo que había llenado el mundo y lo había reemplazado,
Aquiles no abandonaba su tienda alfombrada de sombras: desnudo, acostado en el
suelo como si se esforzara por imitar al cadáver, se dejaba roer por los piojos
del recuerdo. Cada vez con más frecuencia, la muerte le parecía un sacramento
del que sólo son dignos los más puros: muchos hombres se deshacen, pero pocos
hombres mueren. Todas las particularidades que recordaba al pensar en Patroclo
-su palidez, sus hombros rígidos, más bien altos, sus manos que siempre estaban
algo frías, el peso de su cuerpo desplomándose en el sueño con densidad de
piedra- adquirían por fin su pleno sentido de atributos póstumos, como si
Patroclo hubiera sido, estando vivo, un esbozo de cadáver. El odio inconfesado
que duerme en el fondo del amor predisponía a Aquiles hacia la tarea de
escultor: envidiaba a Héctor por haber rematado aquella obra maestra; tan sólo
él tenía derecho a arrancar los últimos velos que el pensamiento, el ademán, el
hecho mismo de estar vivo interponían entre ellos, para descubrir a Patroclo en
su suprema desnudez de muerto. En vano los jefes troyanos mandaban anunciar, al
son de las trompetas, sabias luchas cuerpo a cuerpo, despojadas de la
ingenuidad de los primeros años de guerra: viudo de aquel compañero, que
merecía ser un enemigo, Aquiles ya no mataba, para no suscitarle a Patroclo
rivales de ultratumba. De cuando en cuando resonaban gritos; unas sombras con
cascos pasaban por la roja pared: desde que Aquiles se encerraba en aquel
muerto, los vivos no se mostraban a él sino en forma de fantasmas.
Una humedad traidora subía del suelo
desnudo; el paso de los ejércitos hacía temblar la tienda; las estacas
oscilaban en aquella tierra que ya no las sujetaba; los dos campos reconciliados
luchaban con el río que se esforzaba por ahogar al hombre: el pálido Aquiles entró
en aquella noche de fin del mundo. Lejos de ver en los vivos a los precarios supervivientes
de una marea-de-muerte que seguía amenazando, eran los muertos ahora los que le
parecían sumergidos por el inmundo diluvio de los vivos. Contra el agua
inestable, animada y sin forma, Aquiles defendía las piedras y el cemento que
sirven para fabricar tumbas. Cuando el incendio, que bajaba de los bosques del
Ida, llegó al puerto y lamió el vientre de los navíos, Aquiles tomó partido
contra los troncos, los mástiles, las velas insolentemente frágiles y se puso a
favor del fuego, que no teme abrasar a los muertos en el lecho de madera que
forman las hogueras. Unos extraños pueblos primitivos desembocaban de Asia como
si fueran ríos: contagiado de la locura de Ajax, Aquiles degolló a aquellos carneros,
sin reconocer en ellos siquiera unos lineamentos humanos. Le enviaba a Patroclo
aquella manada para que pudiera cazar en el otro mundo. Luego aparecieron las
Amazonas: una inundación de senos cubrió las colinas del río: el ejército se
estremecía al oler aquellas sueltas melenas. Las mujeres representaban para
Aquiles, desde siempre, la parte instintiva de la desgracia, aquella cuya forma
él no había escogido y que tenía que soportar sin poder aceptarla. Le
reprochaba a su madre que hubiera hecho de él un mestizo, a mitad de camino
entre el dios y el hombre, arrebatándola así casi todo el mérito que los
hombres tienen en hacerse dioses. Le guardaba rencor por haberle llevado,
siendo niño, a los baños de la Estigia para inmunizarlo contra el miedo, como
si el heroísmo no consistiera en ser vulnerable. Se hallaba resentido con las
hijas de Licomedes por no haber reconocido, bajo su máscara, lo contrario de un
disfraz. No perdonaba a Briseida la humillación de haberla amado. Su espada se
hundió en aquella jalea color de rosa, cortó nudos gordianos de vísceras; las mujeres
aullaban y parían la muerte por la brecha de sus heridas, se enredaban como los
caballos en la corrida con sus entrañas enmarañadas. Pentesilea se separó de
aquel amasijo de mujeres pisoteadas, como un duro hueso se separa de una pulpa
desnuda. Se había bajado la visera para que nadie se enterneciera mirando sus
ojos: Sólo ella osaba renunciar a la astucia de no llevar velos. Bajo su coraza
y su casco, con una máscara de oro, aquella Furia mineral sólo tenía de humano
los cabellos y la voz, pero sus cabellos eran de oro y a oro sonaba aquella voz
pura. Era la única, entre sus compañeras, que había consentido en cortarse un
seno, pero aquella mutilación apenas se notaba en su pecho de diosa.
Arrastraron por los cabellos a las muertas fuera de la arena; hicieron calle los
soldados, y transformaron el campo de batalla en un campo cerrado; empujaron a Aquiles
al centro de un círculo donde el asesinato era para él la única salida. Sobre
aquel decorado caqui, arenoso salobre, azul horizonte, la armadura de la
Amazona cambiaba de forma con los siglos, de color con los focos. Combatiendo
con aquella esclava, que de cada finta hacía un paso de baile, el cuerpo a
cuerpo se convertía en torneo, después en ballet ruso. Aquiles avanzaba, luego
retrocedía, unido a ese metal que contenía una hostia, invadido por el amor que
se hallaba en el fondo del odio. Lanzó su arma con todas sus fuerzas, como para
romper un encantamiento, reventó la frágil coraza que interponía, entre aquella
mujer y él, no se sabe qué puro soldado. Pentesilea cayó como quien cede,
incapaz de resistir la violación del hierro. Precipitáronse los enfermeros; se
oyó crepitar la ametralladora de las cámaras; unas manos impacientes desollaban
el cadáver de oro. Al levantar la visera descubrieron, en lugar de un rostro,
una máscara de ojos ciegos a la que ya no llegarían los besos. Aquiles
sollozaba, sostenía la cabeza de aquella víctima digna de ser un amigo. Era el
único ser en el mundo que se parecía a Patroclo.
*
No darse ya
es seguir dándose. Es dar nuestro sacrificio.
*
No hay nada más sucio que el amor propio.
*
El crimen
del loco consiste en que se prefiere a los demás. Esta preferencia impía me repugna
en los que matan y me espanta en los que aman. La criatura amada ya no es, para
esos avaros, sino una moneda de oro en que crispar los dedos. Ya no es un dios:
apenas es una cosa. Me niego a hacer de ti un objeto, ni siquiera el Objeto
amado.
*
Lo único
horrible es no servir para nada. Haz de mí lo que quieras, incluso una pantalla,
incluso un metal buen conductor.
*
Podrías hundirte de un solo golpe en la nada,
adonde van los muertos: yo me consolaría si me dejaras tus manos en herencia.
Sólo tus manos subsistirían, separadas de ti, inexplicables como las de los
dioses de mármol convertidos en polvo y cal de su propia tumba. Sobrevivirían a
tus actos, a los miserables cuerpos que han acariciado. Entre las cosas y tú no
harían ya de intermediarios: ellas mismas se transformarían en cosas. Inocentes
de nuevo, pues tú ya no estarías para hacer de ellas tus cómplices, tristes
como galgos sin dueño, desconcertadas como arcángeles a quienes ningún dios da
ya órdenes, tus inútiles manos reposarían sobre las rodillas de las tinieblas.
Tus manos abiertas, incapaces de dar o de recibir ninguna alegría, me habrían
dejado caer como una muñeca rota. Beso, a la altura de la muñeca, esas manos
indiferentes que tu voluntad no aparta ya de las mías; acaricio la arteria
azul, la columna de sangre que, antaño, incesante como el chorro de una fuente,
surgía del suelo de tu corazón. Con sollozos pequeños y satisfechos reposo la
cabeza como una niña entre esas palmas llenas de estrellas, de cruces, de precipicios
de lo que fue mi destino.
No tengo miedo de los espectros. Sólo son
terribles los vivos, porque poseen un cuerpo.
*
No hay
amores estériles. Y es inútil tomar precauciones. Cuando te dejo llevo dentro de
mí el dolor, como una especie de hijo horrible.
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