Para los que han sufrido, el tiempo no existe: se anula a fuerza de
precipitarse, pues cada hora de un suplicio es una tempestad de siglos.
El Corazón de Antígona sufre, descarnadamente, y se entrega en
cautiva devoción por aquel que ama.
¿Acaso existe compasión más bella? Me pregunto, mientras despunta el
amanecer en el horizonte de este martes de Abril y pienso en los insondables
universos del amante y garabateo frases rememorando días anteriores, cuando
deambulada por los oscuros pasillos del sufrimiento pensando que sí era posible
morir…
¡Qué amargo y dulce sabor han dejado en mí esas noches de desvelo!
Sólo sabemos del amor a través de los ojos que nos han amado.
Sólo sabemos certezas de morir a través de los ojos que no lo han
hecho.
Que desbocado delirio…
Cuando te dejo, llevo dentro
de mí el dolor, como una especie de hijo horrible.
Y nada queda del fantasma que reviste
mi piel desnuda
me vuelvo un niño descalzo,
levitando
sobre el silencio de la tierra...
Antígona o la elección
¿Qué
dice el mediodía profundo? El odio se cierne sobre Tebas como un espantoso sol.
Desde que murió la Esfinge, la innoble ciudad no tiene secretos: todo acaece de
día. La sombra baja a ras de las casas, al pie de los árboles, como el agua
insípida al fondo de las cisternas: las habitaciones ya no son pozos de
oscuridad, almacenes de frescor. Los transeúntes parecen sonámbulos de una
interminable noche blanca. Yocasta se ha estrangulado para no ver el sol. La
gente duerme de día, ama de día. Los durmientes acostados al aire libre parecen
suicidas; los amantes son como perros que copulan al sol.
Los
corazones están tan secos como los campos; el corazón del nuevo rey está tan
seco como la roca. Tanta sequedad llama a la sangre. El odio infecta las almas;
las radiografías del sol roen las conciencias sin reducir su cáncer. Edipo se
ha quedado ciego de tanto manipular esos rayos oscuros. Sólo Antígona soporta
las flechas que dispara la lámpara de arco de Apolo, como si el dolor le
sirviera de gafas oscuras. Abandona aquella ciudad de arcilla cocida al fuego,
donde los rostros endurecidos se hallan modelados con la tierra de las tumbas.
Acompaña a Edipo fuera de la ciudad cuyas puertas, abiertas de par en par, parecen
vomitarlo: Guía por los caminos del exilio al padre que es, al mismo tiempo, su
trágico hermano mayor: bendice la venturosa culpa que lo arrojó sobre Yocasta,
como si el incesto con la madre no hubiera sido para él sino una manera de
engendrar una hermana.
No descansará hasta verlo reposar en una noche más
definitiva que la ceguera humana, acostado en el lecho de las Furias que se
transforman inmediatamente en diosas protectoras, pues todo dolor al que uno se
abandona acaba por convertirse en serenidad.
Rechaza
la limosna de Teseo, que le ofrece vestidos, ropa blanca y un sitio en el coche
público, para volver a Tebas; regresa a pie a la ciudad, que convierte en
crimen lo que sólo es un desastre, en exilio lo que no es sino una partida, en
castigo lo que no es más que una fatalidad. Despeinada, sudorosa, objeto de
irrisión para los locos y de escándalo para los cuerdos, sigue a campo traviesa
la pista de los ejércitos sembrada de botellas vacías, de zapatos usados, de
enfermos abandonados que los pájaros de presa toman ya por cadáveres. Se dirige
hacia Tebas, como San Pedro a Roma, para dejarse crucificar.
Atraviesa
los siete círculos de los ejércitos que acampan en torno a Tebas, deslizándose invisible
como una lámpara en el rojo Infierno. Entra por una puerta disimulada en las murallas,
coronadas de cabezas cortadas, como en las ciudades chinas. Se desliza por las calles
vacías a causa de la peste del odio, sacudidas en sus cimientos por el paso de
los carros de asalto; trepa hasta las plataformas en donde mujeres y niñas
gritan de alegría cada vez que un disparo respeta a uno de los suyos; su cara
exangüe entre las largas trenzas negras ocupa un lugar en las almenas, en la
fila de cabezas cortadas. No elige a sus hermanos enemigos, ni tampoco la
garganta abierta ni las manos repugnantes del hombre que se suicida: los
gemelos son para ella un sobresalto de dolor, como antes lo fueron de gozo en
el vientre de Yocasta. Espera la derrota para dedicarse al vencido, como si la desgracia
fuera un juicio de Dios. Vuelve a bajar, arrastrada por el peso de su corazón, hacia
los bajos fondos del campo de batalla; anda sobre los muertos como Jesús sobre
el mar. Entre aquellos hombres, nivelados por la descomposición que comienza,
reconoce a Polinice por su desnudez expuesta como una siniestra ausencia de
fraude, por la soledad que le rodea como una guardia de honor. Vuelve la
espalda a la baja inocencia que consiste en castigar. Aun estando vivo, el
cadáver oficial de Eteocles, ya frío por sus actos, se halla momificado en la
mentira de la gloria. Aun estando muerto, Polinice existe igual que el dolor. Ya no acabará ciego como Edipo, ni vencerá como
Eteocles, ni reinará como Creonte; no puede inmovilizarse; sólo puede pudrirse.
Vencido, despojado, muerto, ha alcanzado el fondo de la miseria humana; nada se
interpone entre ellos, ni siquiera una virtud, ni siquiera un minúsculo honor.
Inocentes de las leyes, escandalosos ya en la cuna, envueltos en el crimen como
en una misma membrana, tienen en común su espantosa virginidad que consiste en
no ser ya de este mundo: sus dos soledades se encuentran exactamente igual que
dos bocas en un beso. Ella se inclina sobre él como el cielo sobre la tierra,
volviendo a formar así en su integridad el universo de Antígona: un oscuro
instinto de posesión la inclina hacia ese culpable que nadie va a disputarle.
Aquel muerto es la urna vacía donde echar, de una sola vez, todo el vino de un
gran amor. Sus delgados brazos levantan trabajosamente el cuerpo que le
disputan los buitres: lleva a su crucificado como quien lleva una cruz. Desde
lo alto de las murallas, Creonte ve llegar a aquel muerto sostenido por su alma
inmortal. Se abalanzan unos pretorianos, que arrastran fuera del cementerio a
esta gárgola de la resurrección: sus manos acaso desgarren en el hombro
de Antígona una túnica sin costuras, se apoderan del cadáver que empieza a
disolverse, que se derrama como un recuerdo. Cuando se ve libre de su muerto,
aquella muchacha que baja la frente parece soportar el peso de Dios. Creonte se
enfurece al verla, como si sus harapos cubiertos de sangre fueran una bandera.
La ciudad sin compasión ignora los crepúsculos: el día oscurece de golpe, como
una bombilla fundida que deja de dar luz. Si el rey levantara la cabeza, los faroles
de Tebas le ocultarían ahora las leyes inscritas en el cielo. Los hombres no
tienen destino, puesto que el mundo no tiene astros. Sólo Antígona, víctima por
derecho divino, ha recibido como patrimonio la obligación de perecer y ese
privilegio puede explicar el odio que se le tiene. Avanza en la noche fusilada
por los faros: sus cabellos de loca, sus harapos de mendiga, sus uñas de
ladrona muestran hasta dónde puede llegar la caridad de una hermana. A pleno
sol, ella era el agua pura sobre las manos sucias, la sombra en el hueco del
casco, el pañuelo en la boca de los difuntos. Su devoción a los ojos muertos de
Edipo resplandece sobre millones de ciegos; su pasión por el hermano putrefacto
calienta fuera del tiempo a miríadas de muertos. Nadie puede matar a la luz; solo
pueden sofocarla. Corren un velo sobre la agonía de Antígona. Creonte la
expulsa a las alcantarillas, a las catacumbas.
Ella
regresa al país de las fuentes, de los tesoros, de las semillas. Rechaza a
Ismena, que no es más que una hermana en la carne; al apartar a Hemon evita la
horrible posibilidad de parir vencedores. Parte a la búsqueda de su estrella
situada en las antípodas de la razón humana, y no la puede alcanzar a no ser
pasando por la tumba. Hemon, convertido a la desgracia, se precipita tras sus
pasos por los negros pasillos: este hijo de un hombre ciego es el tercer
aspecto de su trágico amor. Llega a tiempo para ver cómo ella prepara el complicado
sistema de chales y poleas que le permitirán evadirse hacia Dios. El mediodía profundo
hablaba de furor; la medianoche profunda habla de desesperación. El tiempo ya
no existe en aquella Tebas sin astros; los durmientes tendidos en el negro
absoluto ya no ven su conciencia. Creonte, acostado en el lecho de Edipo,
descansa sobre la dura almohada de la razón de Estado. Algunos descontentos,
dispersos por las calles, borrachos de justicia, tropiezan con la noche y se
revuelcan al pie de los hitos. Bruscamente, en el silencio estúpido de la
ciudad que duerme su crimen como una borrachera, se precisa un latido que proviene
de debajo de la tierra, crece, se impone al insomnio de Creonte, se convierte
en su pesadilla. Creonte se levanta, y palpando a ciegas encuentra la puerta de
los subterráneos, cuya existencia sólo él conoce; descubre las huellas de su
hijo mayor en el barro del subsuelo. Una vaga fosforescencia que emana de
Antígona le permite reconocer a Hemon, colgado del cuello de la inmensa
suicida, impulsado por la oscilación de aquel péndulo que parece medir la
amplitud de la muerte. Atados uno a otro como para pesar más, su lento vaivén
los va hundiendo cada vez más en la tumba y ese peso palpitante vuelve a poner
en movimiento toda la maquinaria de los astros. El ruido revelador traspasa los
adoquines, las losas de mármol, las paredes de barro endurecido, llena el aire
reseco de una pulsación de arterias. Los adivinos se tienden en el suelo, pegan
a él el oído, auscultan como médicos el pecho de la tierra sumida en su
letargo. El tiempo reanuda su curso al compás del reloj de Dios. El péndulo del
mundo es el corazón de Antígona.
*
Amar
con los ojos cerrados es amar como un ciego. Amar con los ojos abiertos tal vez
sea amar como un loco: es aceptarlo todo apasionadamente. Yo te amo como una
loca.
*
Aún
me queda una sucia esperanza. Cuento, a pesar mío, con una solución de continuidad
del instinto: lo equivalente, en la vida del corazón, al acto del distraído que
se equivoca de nombres y de puertas. Te deseo con horror una traición de
Camilo, un fracaso junto a Claudio y un escándalo que te aleje de Hipólito. No
me importa cuál sea el paso en falso que te haga caer sobre mi cuerpo.
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