Le sucede algunas veces a uno que otro escritor, mientras
está inmerso en el proceso creativo, ser absolutamente avasallado por la
certeza de estar configurando un personaje que inevitablemente se volverá
icónico y universal. Se trata de la intuición del artista. De esa sabiduría
ancestral del que crea.
Yo me imagino que algo así le debe haber sucedido al autor
de una de las obras más aclamadas y controversiales del género dramático que
por aquellos tiempos se hubieran escrito.
Hacia 1879, el público del norte de Europa, y especialmente
el escandinavo, fue conmovido por una obra que causó las más apasionadas
polémicas. Incluso las reuniones sociales perdían su característica amable,
porque el drama de Ibsen "Casa de muñecas” encrespaba los ánimos y
sublevaba a unos y otros... El tema era tan vital, estaba tan al rojo vivo, que
en algunas tarjetas de invitación solía agregarse: "Prohibido hablar de
"Casa de muñecas".
El portazo final de
Nora Helmer se ha convertido, con el correr de los años, en un grito de
libertad y feminismo.
En 1870 el escritor Henrik
Ibsen conoció, primero por
correspondencia y luego personalmente, a Laura Petersen, una joven hermosa y
vivaz a quien Él llamaba su alondra. Cuatro años más tarde, Laura contrajo
matrimonio y se convirtió en la Sra. Kieler.
Pero poco después, su marido enfermó gravemente. Los médicos le aconsejaron tomar vacaciones en un clima cálido y Laura, para
poder pagar el viaje sin preocupar a su esposo, pidió un préstamo en secreto. Con ese dinero, en 1876, el matrimonio pudo vivir en Suiza e
Italia, y el Sr. Kieler se recuperó. De regreso, pasaron por Múnich, donde Laura visitó a Ibsen y
le confió el secreto de su deuda. Ibsen le
aconsejó contarle todo a su esposo y pedirle ayuda para pagarla, pero
Laura, temerosa de lo que Él pudiera pensar, no lo hizo. Intentó, en cambio,
posponer el pago. Su intento fracasó. Finalmente, desesperada, falsificó un
pagaré. La falsificación fue
descubierta. El banco se rehusó a pagar. Enterado de todo, el Sr. Kieler, en
ejercicio de sus prerrogativas como jefe de familia, encerró a su mujer en un
asilo público, y reclamó la separación y la quita de la custodia de los
hijos. No obstante, Laura ansiaba
desesperadamente volver a su hogar. Su alta del asilo, tiempo después, sólo fue admitida bajo la estricta
vigilancia de su esposo…
Tales hechos lo inspiraron para escribir su “Casa de
Muñecas” y darle vida a un personaje heroico que puso en jaque todos los
convencionalismos matrimoniales conocidos hasta la época.
Nora, es una mujer que vive en un mundo cerrado, dentro de
una sociedad masculinizada. Su padre, y ahora su marido Torvald Helmer, la han
tratado como a una niña pequeña, no dejándola pensar ni actuar por sí misma y
mimándola al máximo, y ella se ha dejado llevar, adoptando una actitud infantil
y sumisa.
Nora solicita un préstamo a Krogstad, empleado del banco que
dirige su marido, dinero que utilizará para viajar a Italia y salvar la vida de
Helmer, que necesita ciertos cuidados para su salud que no podía obtener en su
Noruega natal. Así Nora se demuestra a sí misma su valía como mujer y su
capacidad para tomar decisiones. Cuando Krogstad pierde su empleo, presiona a Nora para
recuperarlo amenazándola con revelar a su marido el contrato y denunciarla por
falsificar la firma de su padre, necesaria para el aval.
Nora comprende que a su marido le ofendería saber que está
en deuda con ella, pero finalmente decide que lo mejor es explicarle lo que ha
pasado. Sin embargo, cuando Torvald Helmer considera lo ocurrido una falta
contra su honor es cuando Nora se da cuenta de la falsedad de su matrimonio y
toma una decisión que la hace madurar y demostrar su rebeldía: renuncia a su
matrimonio y a sus hijos y abandona el hogar conyugal. De esta manera, Nora adquiere una modernidad que alcanza una
notoriedad en el canon literario superior incluso a Emma Bovary, a Eugenie
Grandet, a Ana Ozores o a muchas otras que no llegaran a ese grado de
profundidad y libertad que obtiene Nora en su acto de marcharse.
Cuando la señora de
Helmer da un portazo, está abriendo simbólicamente la puerta a otra estancia:
la estancia de la modernidad literaria.
Y la clave de esa modernidad está en la insatisfacción.
Durante toda la obra vemos cómo el personaje de Nora sufre por la posibilidad
de que se descubra que ha falsificado una firma para salvar la vida de su
marido y proporcionarle unas vacaciones en el sur con las cuales curarse de su
enfermedad. Vemos cómo tiene que lidiar con una serie de personajes que, sin
ser encasillados en la bondad o la maldad,
buscan su propia satisfacción aunque suponga algo malo para el otro. A
todos los habitantes de este drama les puede la pobreza ética, su imposibilidad
de hacer el bien al prójimo. Nora es la única que actúa pensando en los otros y
sin embargo no ve recompensa por ninguna parte. Cuando el problema de su
falsificación se soluciona, las cosas han llegado ya demasiado lejos, Nora ha
experimentado un reconocimiento de la realidad y ha sufrido una catarsis, un
quiebre interior que la obliga a tomar la decisión final sin vuelta atrás: no
vive una vida satisfactoria, su marido se ha convertido en un extraño para ella
como antes lo fue su padre. El sacrificio que ha realizado por ellos ha
merecido la pena, pero su comportamiento la ha defraudado. La felicidad que
creía poseer –con su casa, sus hijos y sus caprichos para los demás– resulta
ser un espejismo y ante eso lo mejor es marcharse, pero marcharse abiertamente,
no huir.
Sus ojos se han abierto. Por fin una mujer se hace libre en la
literatura, realmente libre.
Y es que las mentiras de Nora, igual que la falsificación de
las firmas, dejan al descubierto la distinta naturaleza del amor que ella
siente hacia Helmer y del amor con el que es correspondida. Por lealtad a su
marido, Nora ha sido capaz de la mentira y el delito. Helmer, por su parte, la
repudia cuando teme que se puede ver comprometido. Pero al pasar el peligro
para él, al suceder el falso milagro, le ofrece seguir siendo su alondra, su
ardilla, su chorlito, esto es, todos los nombres ridículos con los que se
dirigía a ella. Es ahí donde el auténtico milagro tiene lugar: las máscaras
caen de repente. Helmer le recuerda, por su parte, “los deberes más sagrados”
de una mujer, como esposa y como madre. Nora es concluyente en su réplica y
dirá su frase más aclamada: “Tengo otros deberes igualmente sagrados”, He
descubierto que las leyes son distintas
a las que yo pensaba; pero me resulta imposible concebir que esas leyes –las
leyes que rigen en una casa de muñecas– sean justas”.
Nora no es una
muñeca.
El escándalo que provocó el estreno de Ibsen fue equivalente
al que, en su día, desencadenó la publicación de Madame Bovary, y la razón es
clara: se trata de obras de la misma estirpe. Obras que desafían los límites
que imperan en una sociedad, obras que enfrentan al individuo –en este caso, a
las mujeres- con un ideal que se traiciona al mismo tiempo que se proclama y
que, en definitiva, sólo sirve para justificar una de las mayores perversiones
de la moral: convertir a las víctimas en culpables.
Emma Bovary se rebeló contra su destino y no alcanzó a ver
otra salida que el suicidio. Apenas medio siglo más tarde, Nora encuentra en la
renuncia a su marido y sus hijos, en la renuncia al matrimonio y la familia, el
único camino para dar algún sentido a su condición, no ya de mujer, sino de
simple ser humano…
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