Vivía delante de su gran
espejo sombrío, el famoso espejo cuyo modelo había diseñado ella misma...
Habitar fríos espejos. Los
espejos de la muerte que se sabe cerca.
Imagino que no hay nada más
profundamente silencioso que el desierto del otro lado.
Alejandra Pizarnik sabía de morir. Lo plasmo en su poesía. En su prosa. En su
cuerpo. En su vida.
Yo solía admirar, por decirlo
de alguna manera, su roce con la muerte. Me cautivaba, al leerla, su lucha constante por encontrarla de frente.
Bendita; lo logró. Siempre
quiso lograrlo.
El espejo de Erzébet había
sido diseñado por ella misma; tan confortable era que podía pasarse horas
enteras frente a él sin fatigarse.
Perderse en su reflejo fue el perfecto argumento para
justificar incluso sus crímenes más atroces.
...Alejandra también sabía que al encontrar su
reflejo delante del gran espejo sombrío ya no volvería; había encontrado la
justificación perfecta de sus actos: su melancolía de luto.
El espejo de
la melancolía
...vivía
delante de su gran espejo sombrío, el famoso espejo cuyo modelo había diseñado
ella misma... Tan confortable era que presentaba unos salientes en donde apoyar
los brazos de manera de permanecer muchas horas frente a él sin fatigarse.
Podemos conjeturar que habiendo creído diseñar un espejo, Erzsébet trazó los
planos de su morada. Y ahora comprendemos por qué sólo la música más
arrebatadoramente triste de su orquesta de gitanos o las riesgosas partidas de
caza o el violento perfume de las hierbas mágicas en la cabaña de la hechicera
o -sobre todo- los subsuelos anegados de sangre humana, pudieron alumbrar en
los ojos de su perfecta cara algo a modo de mirada viviente. Porque nadie tiene
más sed de tierra, de sangre y de sexualidad feroz que estas criaturas que
habitan los fríos espejos. Y a propósito de espejos: nunca pudieron aclararse
los rumores acerca de la homosexualidad de la condesa, ignorándose si se
trataba de una tendencia inconsciente o si, por lo contrario, la aceptó con
naturalidad, como un derecho más que le correspondía. En lo esencial, vivió sumida
en su ámbito exclusivamente femenino. No hubo sino mujeres en sus noches de
crímenes. Luego, algunos detalles, son obviamente reveladores: por ejemplo, en
la sala de torturas, en los momentos de máxima tensión, solía introducir ella
misma un cirio ardiente en el sexo de la víctima. También hay testimonios que
dicen de una lujuria menos solitaria. Una sirvienta aseguró en el proceso que
una aristocrática y misteriosa dama vestida de mancebo visitaba a la condesa.
En una ocasión las descubrió juntas, torturando a una muchacha. Pero se ignora
si compartían otros placeres que los sádicos.
Continúo con
el tema del espejo. Si bien no se trata de explicar a esta siniestra figura, es
preciso detenerse en el hecho de que padecía el mal del siglo XVI: la melancolía.
Un color
invariable rige al melancólico: su interior es un espacio de color de luto;
nada pasa allí, nadie pasa. Es una escena sin decorados donde el yo inerte es
asistido por el yo que sufre por esa inercia. Éste quisiera liberar al
prisionero, pero cualquier tentativa fracasa como hubiera fracasado Teseo si ,
además de ser él mismo, hubiese sido, también, el Minotauro; matarlo, entonces,
habría exigido matarse. Pero hay remedios fugitivos: los placeres sexuales, por
ejemplo, por un breve tiempo pueden borrar la silenciosa galería de ecos y de
espejos que es el alma melancólica. Y más aún: hasta pueden iluminar ese
recinto enlutado y transformarlo en una suerte de cajita de música con figuras
de vivos y alegres colores que danzan y cantan deliciosamente. Luego, cuando se
acabe la cuerda, habrá que retornar a la inmovilidad y al silencio. La cajita
de música no es un medio de comparación gratuito. Creo que la melancolía es, en
suma, un problema musical: una disonancia, un ritmo trastornado. Mientras afuera
todo sucede con un ritmo vertiginoso de cascada, adentro hay una lentitud
exhausta de gota de agua cayendo de tanto en tanto. De allí que ese afuera
contemplado desde el adentro melancólico resulte absurdo e irreal y constituya
"la farsa que todos tenemos que representar". Pero por un instante
-sea por una música salvaje, o alguna droga, o el acto sexual en su máxima
violencia-, el ritmo lentísimo del melancólico no sólo llega a acordarse con el
del mundo externo, sino que lo sobrepasa con una desmesura indeciblemente
dichosa; y el yo vibra animado por energías delirantes.
Al
melancólico el tiempo se le manifiesta como suspensión del transcurrir -en
verdad, hay un transcurrir, pero su lentitud evoca el crecimiento de las uñas
de los muertos- que precede y continúa a la violencia fatalmente efímera. Entre
dos silencios o dos muertes, la prodigiosa y fugaz velocidad, revestida de
variadas formas que van de la inocente ebriedad a las perversiones sexuales y
aun al crimen. Y pienso en Erzsébet Báthory y en sus noches cuyo ritmo medían
los gritos de las adolescentes. El libro que comento en estas notas lleva un
retrato de la condesa: la sombría y hermosa dama se parece a la alegoría de la
melancolía que muestran los viejos grabados. Quiero recordar, además, que en su
época una melancólica significaba una poseída por el demonio.
Ilustracion: Santiago Caruso
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