El último texto de “Fuegos” habla de Safo, la poetisa
griega. Magistralmente,Yourcenar, recrea a la
poetisa como una acróbata de circo confrontando su final. Abandonada por Athis, desencantada por Faón, espera una nave
que la lleve hasta el abismo.
El suicidio es el único consuelo que ha encontrado para
calmar la tempestad de su alma.
Del amor no ha obtenido más que dolor.
Ella, que ha amado hasta los huesos de sus amantes y ha
erigido palacios de poemas en sus nombres.
Ella , que es en sí misma una oda a la entrega absoluta,
perece sin tregua en las frías manos del
más profundo desamor , del más gélido de los desconsuelos...
Frene a sus ojos, la dama de la muerte , y su reino de
silencio.
Acabo de ver, reflejada en los
espejos de un palco, a una mujer que se llama Safo. Está tan pálida como la
nieve, como la muerte o como el rostro blanco de las leprosas. Y como se pinta
para disimular su palidez, parece el cadáver de una mujer asesinada que lleva
en las mejillas un poco de su propia sangre. Sus ojos son como cuevas que se
hunden para escapar de la luz del día, lejos de unos áridos párpados que ya ni
sombra le proporcionan. Sus largos bucles se le caen a puñados, como las hojas
del bosque en precoces tempestades. Todos los días se arranca una nueva cana y
estos hilos de seda pálida pronto serán tan numerosos como para tejerle una
mortaja. Llora su juventud, como si fuera una mujer que la hubiese traicionado.
Llora su infancia, como si se tratara de una niña que hubiera muerto. Está muy
flaca: cuando se baña, se da la vuelta para no ver sus senos tristes en el
espejo. Va errante de ciudad en ciudad, con tres grandes maletas llenas de
perlas falsas y de restos de pájaros. Es acróbata, como en otros tiempos fue
poetisa, pues la índole especial de sus pulmones le obliga a escoger un oficio
que pueda ejercerse entre la tierra y el cielo. Todas las noches, entregada a
las fieras del Circo que la devoran con los ojos, mantiene sus promesas de
estrella en un espacio repleto de poleas y mástiles. Su cuerpo pegado a la
pared, cortada en menudos trocitos por las letras luminosas, forma parte de ese
grupo de fantasmas de moda que planean por las ciudades grises. Criatura
imantada, con demasiadas alas para estar en la tierra y demasiado carnal para
estar en el cielo, sus pies untados de cera han roto el pacto que nos une al
suelo; la Muerte agita por debajo de ella los chales del vértigo, sin conseguir
jamás enturbiarle los ojos. Desde lejos, desnuda, cubierta de lentejuelas de
astros, parece una atleta que se negara a ser ángel para no restarle mérito a
sus actos prodigiosos; de cerca, envuelta en largos albornoces que le
restituyen sus alas, parece haberse disfrazado de mujer. Sólo ella sabe que su
pecho contiene un corazón demasiado pesado y grande para alojarse en sitio
distinto de un pecho ensanchado por unos senos; ese peso escondido en la jaula
de huesos proporciona –a cada uno de sus saltos en el vacío- el sabor mortal de
la inseguridad. Medio devorada por esa fiera implacable, trata de ser en
secreto la domadora de su corazón. Nació en una isla, lo que ya es un principio
de soledad; luego, intervino su oficio para obligarla cada noche a una especie
de aislamiento en la altura; tendido en el tablado de su destino de estrella,
expuesta medio desnuda a todos los vientos del abismo, la falta de dulzura le
hace sufrir como la falta de almohadas. Los hombres de su vida sólo fueron
escalones que ella subió no sin mancharse los pies. El director, el músico que
tocaba el trombón, el agente de publicidad, terminaron por hacerle sentir asco
de los bigotes engomados, de las corbatas rayadas, de las carteras de cuero y de
todos los atributos exteriores de la virilidad que hacen soñar a las mujeres.
Sólo el cuerpo de las muchachas jóvenes sería lo bastante suave, lo bastante
flexible, lo bastante fluido para dejarse manejar por las manos de aquel ángel,
que fingiría por juego soltarlas en el vacío. No consiguió que ellas
permanecieran durante mucho tiempo en aquel espacio abstracto, limitado por las
barras de los trapecios. En seguida se asustaban de aquella geometría que se
transformaba en batir de alas, y todas renunciaron a ser sus compañeras en el
cielo. Tuvo que bajar de nuevo a la tierra para hallarse a la misma altura que
la vida de ellas, remendada con trapos que ni siquiera son pañales, de manera
que aquella ternura infinita acabó por adquirir el aspecto de un permiso de
sábado, de un día de asueto que el gaviero pasa en compañía de las mujeres.
Ahogándose en aquellas habitaciones que no son más que una alcoba, abre al
vacío la puerta de la desesperación, con el gesto de un hombre obligado por
amor a vivir con las muñecas. Todas las mujeres aman a una mujer: se aman
apasionadamente a sí mismas, y su propio cuerpo suele ser la única forma que
ellas consienten en hallar hermosa. Los penetrantes ojos de Safo van mucho más
lejos, présbitas del dolor. Pregunta a las jóvenes qué esperan de los espejos
esas coquetas ocupadas en ataviar a su ídolo: una sonrisa que responda a la
suya temblorosa, hasta que el aliento de los labios cada vez más cercanos
empañen el reflejo y calienten el cristal. Narciso ama lo que él es. Safo, en
sus compañeras, adora amargamente lo que ella no ha sido. Pobre, cargada con el
desprecio que es para el artista el envés de la gloria, sin más futuro que las
perspectivas del abismo, acaricia la dicha en el cuerpo de sus amigas menos
amenazadas. Los velos de las niñas de primera comunión que llevan su alma al
exterior de sí mismas le hacen soñar con una infancia más límpida de lo que fue
la suya, pues aun agotadas las ilusiones, continuamos imaginando en otros una
infancia sin pecado. La blancura de las muchachas despierta en ella el recuerdo
casi increíble de la virginidad. Amó el orgullo de Gyrinno y acabó por
rebajarse hasta besarle los pies. El amor de Anctórea le reveló el sabor de los
buñuelos que se comen a mordisco limpio en las ferias, de los caballitos de
madera y del heno de almiares cosquilleando la nuca de una bella tumbada. Attys
le enseñó a amar la desgracia. Encontró a Attys perdida en una gran ciudad,
asfixiada por el aliento de las multitudes y la niebla del río; su boca aún
conservaba el olor a caramelo de jengibre que acababa de chupar; los churretes
de hollín se pegaban a sus mejillas escarchadas de lágrimas; corría por un
puente, vestida con pieles falsas y calzada con unos zapatos agujereados. Su
rostro de cabritilla rebozaba de despavorida dulzura.
Para explicar sus labios apretados, pálidos como la cicatriz
de una herida, y sus ojos semejantes a turquesas enfermas, Attys poseía en el
fondo de su memoria tres relatos diferentes que no eran sino las tres caras de
una misma desgracia. Su amigo, con quien ella acostumbraba a salir los
domingos, la había abandonado, porque una noche en un taxi al volver del teatro
no había consentido en dejarse acariciar. Una amiga que le prestaba su diván
para dormir en un rincón de su cuarto de estudiante, la había echado tras
acusarla falsamente de haber querido robar el corazón de su prometido.
Finalmente, su padre le pegaba. Todo le daba miedo: los fantasmas, los hombres,
el número trece y los ojos verdes de los gatos. El comedor del hotel la deslumbró
como un templo donde ella se creía obligada a hablar en voz baja; tanto la
impresionó el cuarto de baño que se puso a aplaudir. Safo derrocha por aquella
niña fantástica el capital acumulado en sus años de flexibilidad y temeridad.
Impone a los directores de circo a la mediocre artista que
no sabe hacer más que juegos malabares con ramos de flores. Ambas mujeres dan
vueltas por las pistas y tablados de todas las capitales, con esa regularidad
en el cambio propia de los artistas nómadas y de los libertinos tristes. Por
las mañanas, en los cuartos donde se hospedan, arreglan sus trajes de teatro y
las carreras de sus medias demasiado estrechas. A fuerza de cuidar de aquella
muchacha enfermiza, de apartar de su camino a los hombres que pudieran
tentarla, el taciturno amor de Safo adquiere, sin que ella se dé cuenta, una
forma maternal, como si quince años de voluptuosidades estériles hubieran dado
como resultado el nacerle aquella niña. Los jóvenes vestidos de smoking con los
que tropiezan por los pasillos de los camerinos le recuerdan a Attys al amigo
cuyos besos en un tiempo rechazó y que ahora echa de menos: Safo la ha oído
hablar tan a menudo de la hermosa ropa blanca de Philippe, de sus gemelos
azules y de la estantería llena de libros licenciosos que adornaba su
habitación de Chelsea… que acababa por tener de aquel hombre correctamente
vestido una imagen tan neta como la de algunos amantes que ella admitió en su
vida sin poder evitarlo: lo archiva distraídamente entre sus recuerdos. Los
párpados de Attys van adquiriendo poco a poco reflejos color violeta; va a
buscar a Correos unas cartas que acaba por romper tras haberlas leído. Parece
extrañamente bien informada sobre los viajes de negocios que podrían obligar al
joven a cruzarse por casualidad en su camino de nómadas pobres. Safo sufre al
no poder darle a Attys más que un refugio apartado de la vida, y porque sólo el
miedo mantiene apoyada contra su fuerte hombro la cabecita frágil. Esta mujer,
amargada por todas las lágrimas que con valor no derramó jamás, se da cuenta de
que sólo puede ofrecer a sus amigas un acariciador desamparo; su única disculpa
es decirse que el amor, en todas sus formas, no tiene nada mejor que ofrecer a
las temblorosas criaturas, y que Attys, al alejarse de ella, tendría muy pocas
probabilidades de dirigirse hacia una mayor felicidad. Una noche, Safo regresa
del circo más pronto que de costumbre, cargada con unos manojos de flores que
ha recogido para dárselas a Attys. La portera, al verla pasar, hace una mueca
distinta de la de todos los días; la espiral de la escalera se parece de
repente a los anillos de una serpiente. Safo se percata de que la botella de
leche no está en la esterilla que hay delante de la puerta, en el sitio de
costumbre; ya en el vestíbulo, olfatea el olor a colonia y a tabaco rubio.
Comprueba en la cocina la ausencia de una Attys ocupada en freír los tomates;
en el cuarto de baño, la ausencia de una muchacha que juega con el agua; en el
dormitorio, el rapto de una Attys dispuesta a dejarse mecer. Al abrir de par en
par las puertas del armario de luna, llora por la ropa desaparecida de la joven
amada. Un gemelo de color azul yace en el suelo como una rubrica del autor de
aquel rapto, de aquella partida que Safo se obstina en no creer eterna por
miedo a no poder soportarlo sin morir. Vuelve a recorrer ella sola la pista de
las ciudades, y busca ávidamente en todos los palcos un rostro que su delirio
prefiere a cualquier cuerpo. Al cabo de unos años, una de las giras por Levante
la devuelve a su tierra natal; se entera de que Philippe dirige ahora en
Esmirna una manufactura de tabacos de Oriente; acaba de casarse con una mujer
rica e importante que no puede ser Attys: se cree que la joven abandonada ha
entrado a formar parte de una compañía de bailarinas. Safo recorre otra vez
todos los hoteles de Levante, cada uno de cuyos porteros posee su peculiar
manera de ser insolente, desvergonzado o servil; los tugurios del placer donde
el olor a sudor envenena los perfumes; los bares donde una hora de
embrutecimiento en el alcohol y en el calor humano no dejan más huella que el
redondel de un vaso en una mesa de madera oscura; registra hasta los asilos del
Ejército de Salvación, con la vana esperanza de recuperar a una Attys
empobrecida y dispuesta a dejarse amar...
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