Hay que amar mucho
para arriesgarse a padecer.
Y el riesgo es extremo. Los caminos son inciertos.
Dicen que solo amamos una vez, pues solo una vez se está
perfectamente equipado para amar. Tal vez sea cierto…
Lo real es que todos en algún momento de nuestras vidas
hemos sido arrasados por la llama del
sentimiento y hemos desesperado como Fedra, hemos mentido como Aquiles,
decidido como Patroclo o caído en las fauces del “crimen” como Clitemnestra o
Safo.
Amar es luz y es sombra y todo a la vez.
Sin embargo ¿Quién de nosotros es capaz de afirmar que no
daría hasta el alma por amar y sentirse amado?
Safo personaliza la angustia de una mujer con el corazón
roto. La joven poeta romántica y soñadora que es capaz de morir por amor.
Sus poemas hablan de
la pasión amorosa como una fuerza irracional que se apodera del ser humano y se
manifiesta en los celos, el deseo y la nostalgia.
Marguerite la traerá hasta nuestros días. La desmitificará.
Nos acercará sin tapujos a esa criatura capaz de amar a hombres y a mujeres por
igual y la descubrirá ante nuestros ojos como un referente del cúmulo de emociones a las cuales somos arrastrados en
nombre de amar. ..
Un texto inolvidable.
Safo o el suicidio (Última parte)
En Estambul, la casualidad hace que
se siente todas las noches al lado de un joven descuidadamente vestido, que
dice ser empleado de una agencia de viajes; su mano más bien sucia sostiene
perezosamente la carga de su frente triste. Intercambian unas cuantas palabras
banales que en ocasiones sirven de pasarela al amor entre dos criaturas. El
dice llamarse Faón y pretende ser hijo de una griega de Esmirna y de un marino
de la flota británica: el corazón de Safo torna a latir de nuevo al oír el
acento delicioso que ella besaba en los labios de Attys. El arrastra tras de sí
recuerdos de huida, de miseria y de peligros independientes de las guerras y
más secretamente emparentados con las leyes de su propio corazón. También él
parece pertenecer a una raza amenazada, a quien una indulgencia precaria y
siempre provisional permite permanecer con vida. Aquel muchacho sin permiso de
residencia está lleno de preocupaciones; es defraudador, traficante de morfina,
tal vez agente de la policía secreta; vive en un mundo de conciliábulos y de
consignas donde no entra Safo. No necesita contarle su historia para establecer
entre ellos una fraternidad en la desgracia. Ella le confiesa sus lágrimas; se
detiene a hablarle de Attys. El cree haber conocido a ésta: recuerda vagamente
haber vista en un cabaret de Pera a una mujer desnuda haciendo juegos malabares
con las flores. El tiene un barquito de vela con el que pasea con el Bósforo
los domingos; ambos buscan por todos los cafés pasados de moda que hay en las
orillas, por los restaurantes de las islas, por las pensiones de la costa de
Asia donde viven modestamente algunos extranjeros pobres… Sentada en la popa,
Safo contempla, a la luz de un farol, cómo tiembla aquel hermoso rostro de
hombre joven que es ahora su único sol humano. Descubre en sus facciones
ciertas características antaño amadas en la muchacha desaparecida: la misma
boca tumefacta como si la hubiera picado una misteriosa abeja, la misma frente
pequeña y dura bajo unos cabellos diferentes y que ahora parece empapados de
miel, los mismos ojos semejantes a dos largas turquesas turbias, pero
engarzadas en un rostro tostado en lugar de ser blanco, de suerte que la pálida
joven de cabellos oscuros le parece haber sido una simple reproducción de aquel
dios de bronce y oro. Safo, sorprendida, comienza a preferir lentamente
aquellos hombros rígidos como la barra del trapecio, aquellas manos endurecidas
por el contacto de los remos, todo aquel cuerpo en el que subsiste la suficiente
dulzura femenina para que ella lo ame. Tendida en el fondo de la barca, se
abandona a las nuevas pulsaciones de las olas por donde se abre paso aquel
barquero. Ya no le habla de Attys sino para decirle que la muchacha perdida se
le parece, aunque es menos bella: Faón acepta estos homenajes con una alegría
inquieta mezclada de ironía. Ella rompe ante sus ojos una carta donde Attys le
anuncia su regreso, y cuya dirección ni siquiera se ha molestado en descifrar.
El la mira con una sonrisa en sus labios temblorosos. Por primera vez descuida
ella las disciplinas de su oficio severo; interrumpe sus ejercicios que ponen
cada músculo bajo el control del alma; cenan juntos y, cosa inaudita para ella,
come demasiado. Sólo le quedan unos días de estar con él en aquella ciudad de
donde la echan los contratos que la obligan a planear por otros cielos. El
consiente por fin en pasar con ella esa última noche, en el pisito que ella
habita en el puerto. Safo mira cómo pasea de un lado a otro de la habitación
aquel ser semejante a una voz en que las notas claras se mezclan con otras
profundas. Inseguro de sus ademanes, como si temiera romper una ilusión frágil,
Faón se inclina con curiosidad para ver los retratos de Attys. Safo se sienta
en el diván vienés cubierto de bordados turcos; se aprieta la cara entre las
manos como si se esforzara por borrar las huellas de los recuerdos. Aquella
mujer que, hasta ahora, tomaba sobre sí la opción, la oferta, la seducción, la
protección de sus amigas más frágiles, se relaja y naufraga por fin,
blandamente abandonada al peso de su propio sexo y de su propio corazón,
dichosa por no tener que hacer en lo sucesivo, sino el gesto de aceptación. Oye
moverse al joven en la habitación contigua, donde la blancura de una cama se
extiende como una esperanza, pese a todo maravillosamente abierta; oye cómo
destapa unos frascos en el tocador, cómo registra en los cajones con el aplomo
de un ladrón o de un amigo íntimo que piensa que todo le está permitido, cómo
abre al fin las dos puertas del armario donde cuelgan los vestidos como si
fueran suicidas, mezclados con algunas fruslerías que aún le quedan de Attys.
De repente, un ruido sedoso, parecido al estremecimiento de los fantasmas, se
acerca como una caricia que podría hacer gritar. Ella se levanta, se da la
vuelta: el ser amado aparece envuelto en una bata que Attys dejó al marcharse.
La muselina, que se pega a la carne desnuda, acusa la gracia casi femenina de
las largas piernas del bailarín. Sin sus estrictos trajes de hombre, aquel
cuerpo flexible y liso es casi un cuerpo de mujer. Aquel Faón que tan cómodo se
encuentra con su disfraz no es sino un sustituto de la bella ninfa ausente; es
una mujer la que llega hasta ella con risa de manantial. Safo, loca, corre con
la cabeza desnuda hacia la puerta, huye de aquel espectro de carne que sólo
podrá darle los mismos tristes besos de siempre. Baja corriendo por las calles
sembradas de desechos y de basura que conducen al mar, irrumpe en la marejada
de los cuerpos. Sabe que ningún encuentro llevará dentro de sí la salvación,
puesto que allí adonde ella vaya siempre encontrará a Attys. Aquel rostro
desmesurado le tapa todas las salidas que no dan a la muerte. Cae la noche,
semejante a un cansancio que borrase su memoria; aún persiste un poco de sangre
por el lado de poniente. De repente, suenan los címbalos como si la fiebre los
entrechocara en su corazón: sin darse cuenta, la costumbre le ha llevado hasta
el circo a la hora en que ella lucha cada noche con el ángel del vértigo. Por
última vez se embriaga con el olor a fiera que acompañó su vida, con aquella
música desafinada y enorme como el amor. Una camarera le abre a Safo su
camerino de condenada a muerte: se desnuda como para ofrecerse a Dios. Se frota
con un color blanco grasiento que la transforma ya en fantasma; se ata
apresuradamente al cuello el collar de un recuerdo. Un empleado vestido de
negro viene a avisarle que ha llegado su hora. Trepa por la escala de cuerda de
su patíbulo celeste. Huye hacia las alturas de la irrisión de haber creído que existía
un hombre joven. Deja a un lado la perorata de los vendedores de naranjada, las
risas desgarradoras de los niños de color de rosa, las faldas de las
bailarinas, las mil mallas de las redes humanas. Sube de un solo impulso por el
único punto de apoyo que le consiente su amor al suicidio: la barra del
trapecio, que se balancea en el vacío y cambia en pájaro a la criatura cansada
de no ser más que media mujer; flota, alción de su propio abismo, suspendida
por un pie ante los ojos del público que no sabe su desgracia. Su habilidad la
perjudica: a pesar de sus esfuerzos, no consigue perder el equilibrio. Como un
turbio profesor de equitación, la Muerte vuelve a sentarla en la silla del
próximo trapecio. Sube cada vez más arriba, a la región de los focos: los
espectadores se cansan de aplaudirla, pues ya no la ven. Colgada de la cuerda
que domina la bóveda tatuada de estrellas pintadas, su único recurso para
superarse es reventar su cielo. El viento del vértigo hace chirriar bajo sus
pies cuerdas, poleas y cabrestantes de un destino ya superado. El espacio
oscila y cabecea como en la mar, cuando sopla el cierzo, se tambalea el
firmamento cuajado de estrellas entre las vergas de los mástiles. La música
allá abajo se ha convertido en una ola grande y lisa que lava todos los
recuerdos. Sus ojos ya no distinguen las luces rojas de las luces verdes; los
focos azules que barren la negra multitud hacen brillar a un lado y a otro los
hombros desnudos de las mujeres que semejan dulces rocas. Safo, agarrada a su
Muerte como a un promontorio, escoge para caer el lugar donde las mallas de la
red no puedan detenerla. Pues su suerte de acróbata sólo ocupa la mitad del
inmenso circo: en la otra parte de la arena, donde se desarrollan los juegos de
foca de los payasos, no hay nada preparado para impedirle morir. Safo se
sumerge, con los brazos abiertos como si quisiera abrazar la mitad del
infinito, dejando tras de sí el balanceo de una cuerda como prueba de su
partida al cielo. Pero los que fracasan en sus vidas corren asimismo el riesgo
de malograr su suicidio. Su caída oblicua choca con unos de los focos que
parece una gran medusa azul. Aturdida, pero intacta, el choque rechaza a la
inútil suicida hacia las redes que prenden y se desprenden de las espumas de
luz; las mallas se hunden sin ceder bajo el peso de aquella estatua repescada
de las profundidades del cielo. Y pronto los peones no tendrán más que halar
sobre la arena ese cuerpo de mármol pálido, chorreando sudor como una ahogada
en el agua del mar.
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