¿Qué significa el desamor?
¿Porque amar aquello que no espera
ser amado por nosotros?
¿Cuál es la trampa de semejante
abismo?
….Que indescifrable sortilegio del
destino.
No hay peor indiferencia, que la
indiferencia de un corazón al que se ama.
No hay peor caída en la desdicha, que
la del amante en las sombras.
No hay poema de amor más profundo, que el de un desesperado tratando de sortear los paisajes del olvido.
¿Y qué sería de nosotros los amados,
los desamados si de repente cayera en nuestras almas el pesado velo del olvido?
Sería morir. Irremediablemente
morir, y que terribles nuestros días
deambulando en las áridas geografías del limbo, sin emisarios…
LENA O EL SECRETO
Lena era la concubina de Aristógiton
y su sirvienta, aún más que su querida. Vivían en una casita cerca de la
capilla de Saint-Sôtir: ella cultivaba en el jardincillo tiernos calabacines y
abundantes berenjenas, salaba las anchoas y cortaba en rajas la carne roja de
las sandías; bajaba a lavar la ropa en el lecho seco del Ilissos y se
preocupaba de que su amo cogiera la bufanda que le impedía acatarrarse tras los
ejercicios del Estadio. Como premio a tantos cuidados, él se dejaba querer.
Salían juntos: escuchaban, en los pequeños cafés, cómo daban vueltas los discos
de canciones populares, ardientes y lamentables como un oscuro sol. Ella se
enorgullecía al ver el retrato de él en la primera página de los periódicos de
deportes. Aristógiton se había inscrito en el concurso de boxeo de Olimpia;
consintió en que Lena lo acompañara en su viaje. Ella soportó sin quejarse el
polvo del camino, la cansada ambladura de las mulas, las posadas llenas de
piojos, en donde el agua se vendía más cara que el mejor vino de las islas. Por
el camino, el ruido de los coches era tan continuo que ni siquiera se oía el
canto de las cigarras. Un día, a la hora del mediodía, al transponer una
colina, descubrió a sus pies el valle del Olimpia, hueco como la palma de un
dios que lleva en su mano la estatua de la Victoria. Flotaba un vaho de calor
sobre los altares, las cocinas y los puestos de la feria, cuyas joyas de
pacotilla codiciaba Lena. Para no perderse de su amo entre el gentío cogió con
los dientes una punta de su manto. Había frotado con grasa, adornado con
cintas, embadurnado con sus besos los ídolos generosos que no rechazaban los
atrevimientos de una sirvienta; había dicho todas las oraciones que sabía para
que su amo triunfara y había gritado contra sus rivales toda una sarta de
maldiciones. Separada de él durante las largas abstinencias impuestas a los
atletas, había dormido sola en la tienda reservada a las mujeres, fuera del
recinto de los luchadores. Había rechazado las manos que se tendían en la
sombra, indiferente incluso a los cucuruchos de pipas de girasol que le
ofrecían sus compañeras. La imaginación del boxeador se llenaba de torsos
untados de aceite y de cabezas rapadas que las manos no pueden agarrar: Lena
tenía la impresión de que Aristógiton la abandonaba en aras de sus adversarios.
La noche de los Juegos vio cómo lo sacaban a hombros por los pasillos del
Estadio, agotado y sin aliento, como después de hacer el amor, víctima del
estilo de los reporteros, de las placas de vidrio de los fotógrafos: presintió
que la engañaba con la Gloria. Su vida de triunfador transcurría en fiestas con
gentes importantes: lo había visto salir del banquete ritual en compañía de un
noble joven ateniense, ebrio de una embriaguez que ella deseaba atribuir al
alcohol, ya que uno se aparta antes del vino que de la felicidad. Regresó él a
Atenas en el coche de Harmodio y abandonó a Lena en manos de sus compañeras.
Desapareció envuelto en una nube de polvo, sustrayéndose a sus caricias como un
muerto o como un dios. La última imagen que de él conservaba y que se le había
quedado grabada, era la de una bufanda de seda flotando sobre una nuca morena.
Como una perra, que sigue desde lejos por el camino al amo que se va sin ella,
Lena emprendió en sentido contrario el largo camino montañoso por donde se
apresuraban las mujeres, por los lugares desiertos, temerosas de tropezar con
algún sátiro. En cada posada de pueblo donde entraba para comprar un poco de
sombra y un café acompañado de un vaso de agua, encontraba al posadero contando
todavía las monedas de oro que descuidadamente habían dejado caer aquellos dos
hombres: por todas partes alquilaban las mejores habitaciones, bebían los más
exquisitos vinos y obligaban a los cantores a vociferar hasta la madrugada: el
orgullo de Lena, que era también amor, curaba las heridas de su amor, que era
asimismo orgullo. Poco a poco, el joven dios secuestrador dejaba de ser para
ella un rostro, adquiría un nombre, una historia, un corto pasado. El garajista
de Patras le contó que se llamaba Harmodio; el tratante de caballos de Pyrgos
hablaba de sus caballos de carreras; el barquero de la Estigia, que tenía trato
con los muertos a causa de su trabajo, sabía que era huérfano y que su padre
acababa de atracar en la otra orilla de los días; los ladrones que circulaban
por los caminos no ignoraban que el tirano de Atenas lo había colmado de
riquezas; las cortesanas de Corinto hablaban de su belleza. Todos, hasta los
mendigos, hasta los tontos de pueblo, sabían que en su coche de carreras
llevaba al campeón de boxeo de los Juegos Olímpicos: un muchacho deslumbrante
que semejaba la copa, el jarrón adornado con ínfulas, la imagen de largos
cabellos de la Victoria. En Megara, el empleado del fielato le contó a Lena que
Harmodio se había negado a cederle el paso al carro del jefe del Estado y que
Hiparco le había reprochado al joven violentamente su ingratitud y sus amistades
plebeyas. Los milicianos le habían quitado a la fuerza el carro de fuego que el
tirano le había regalado, pero no para que paseara en él -según dijo- en
compañía de un boxeador. En los alrededores de Atenas, Lena se estremeció al
oír las aclamaciones sediciosas en las que aparecía el nombre de su amo,
pronunciado por diez mil pares de labios. Los jóvenes habían organizado, en
honor del vencedor, unos ejercicios con antorchas a los que Hiparco se negaba a
asistir. Los pinos arrancados de raíz lloraban desconsoladamente su resina
sacrificada. En la casita del barrio de Saint-Sôtir, los bailarines que
golpeaban con el talón, de manera desigual, las losas del patio, proyectaban
sobre la pared un fresco movedizo y desnudo. Para no molestar a nadie, Lena se
deslizó sin hacer ruido por la entrada de la cocina. Las jarras y cacerolas ya
no le hablaban un lenguaje familiar; unas manos torpes habían preparado la
comida; se cortó el dedo al recoger los cristales de un vaso roto. Trató en
vano de amansar, con huesos y caricias, al perro de Harmodio tumbado debajo de
la despensa. Ella esperaba que su amo le contara el menú de las cenas de
sociedad a las que asistía, pero ni siquiera sus sonrisas se fijan en ella.
Para no tener que soportarla, la envía a trabajar en la vendimia, a su granja
de Decelia. Lena prevé que puede celebrarse un matrimonio entre su amo y la
hermana de Harmodio: piensa con horror en una esposa, con desamparo en unos
hijos. Vive en la sombra que proyecta en su camino el hermoso Eros de las bodas
rodeado de antorchas. El que no haya esponsales sólo tranquiliza a medias a la
inocente, que se equivoca de peligro: Harmodio ha introducido la desgracia en
aquella casa como si fuera una querida envuelta en velos; ella se siente
abandonada a cambio de aquella mujer impalpable. Una noche, un hombre en cuyas
cansadas facciones ella no reconoce el rostro, multiplicado hasta el infinito
en monedas y sellos con la efigie de Hiparco, llama a la puerta de servicio y
pide tímidamente el mendrugo de pan de una verdad. Aristógiton, que entra por
casualidad, la encuentra sentada a la mesa, al lado de aquel sospechoso
mendigo; desconfía demasiado de ella para hacerle ningún reproche; expulsan al
mendigo de la estancia, que se llena repentinamente de gritos. Unos días más tarde,
Harmodio descubre a su amigo, víctima de una emboscada, al pie de la fuente
Clepsidra: llama a Lena para que le ayude a llevar al boxeador, cuyo cuerpo se
halla tatuado a cuchilladas, al único diván que hay en la casa: sus manos
pintadas de yodo se encuentran sobre el pecho del herido. Lena ve dibujarse, en
la frente inclinada de Harmodio, la inquieta arruguita del Apolo encantador de
llagas. Tiende hacia el joven sus grandes manos agitadas y le suplica que salve
a su amo: no se sorprende al oírle reprocharse cada una de aquellas heridas,
como si él fuera el responsable, pues le parece natural que un dios sea
salvador y asesino al mismo tiempo. El paso de un policía vestido de paisano,
que va y viene a lo largo del camino desierto, hace estremecer al herido
acostado en la tumbona. Sólo Harmodio se atreve a ir a la ciudad, como si no
fuera posible que ningún cuchillo se abriera paso en su carne, y aquella
despreocupación confirma a Lena en la idea de que es un dios. Ambos amigos
temen tanto que Lena se vaya de la lengua, que pretenden engañarla haciéndole
creer que la agresión de la víspera fue una pelea entre hombres borrachos, por
miedo, sin duda, a que ella difunda, en la carnicería o en la tienda de la
esquina, sus probables proyectos de venganza. Lena se percata con espanto de
que le dan a probar al perro los guisos que ella les prepara, como si pensaran
que tiene sus buenas razones para odiarlos. Para que ella los olvide, se van
con unos amigos a acampar en el Parnesio, a la moda cretense. Le ocultan el
lugar donde se encuentra la caverna donde duermen. Ella se encarga de llevarles
los alimentos, que deposita en una piedra como si fueran destinados a los
muertos que merodean por los confines del mundo. Lleva a Aristógiton como una
ofrenda el vino negro y los pedazos de carne echando sangre, sin conseguir que
aquel espectro exangüe le hable. Aquel sonámbulo del crimen ya no es más que un
cadáver que se encamina hacia la tumba, como los cadáveres de los judíos van en
peregrinación a Josafat. Ella le toca tímidamente las rodillas, los pies
descalzos, para estar bien segura de que no están helados del todo. Le parece
ver, en las manos de Harmodio, la varita de zahorí de Hermes, guía de las
almas. El regreso a Atenas se efectúa entre los perros del miedo y los lobos de
la venganza: unas figuras grotescas de terratenientes sin fortuna, de abogados
sin causa y de soldados sin porvenir se deslizan en la habitación del amo como
sombras proyectadas por la presencia de un dios. Desde que Harmodio se siente
obligado por prudencia a no dormir en su casa, Lena es relegada al desván y no
puede velar a su amo todas las noches, como se vela a un enfermo, ni remeterle
la ropa de la cama, como se hace con un niño. Escondida en la terraza,
contempla cómo se abre y se cierra infatigablemente la puerta de aquella casa
aquejada de insomnio; asiste, sin entender nada, a las idas y venidas que
sirven de lanzadera para tejer la venganza. Con vistas a una fiesta deportiva,
le mandan coser unas cruces en relieve en unas túnicas de lana parda. Arden las
lámparas aquella noche en todos los tejados de Atenas: las jovencitas de
familia noble preparan su vestido de comunión para la procesión del día
siguiente; en el santuario preparan a la Santísima Virgen peinándole sus
cabellos rojizos; un millón de semillas de incienso humean ante la nariz de
Atenea. Lena sienta en sus rodillas a la pequeña Irini, que ahora vive en su
casa, pues Harmodio teme que Hiparco quiera vengarse quitándole a su hermanita.
Lena se compadece de aquella niña, a quien antaño temía ver entrar en la casa
con corona de novia, como si alguien hubiese traicionado las esperanzas de
ambas. Pasa toda la noche escogiendo rosas rojas, que la niña arrojará a manos
llenas cuando pase la Virgen Purísima. Harmodio sumerge en aquella cesta sus
manos impacientes, que parecen hundirse en sangre. A la hora en que Atenas
muestra su rostro de perla, Lena coge de la mano a la pequeña Irini, que tirita
entre el nácar de sus velos. Sube con la niña la pendiente de los Propíleos...
Las llamas de diez mil cirios brillan débilmente en las luces del alba, como
otros tantos fuegos fatuos que no hubieran tenido tiempo de regresar a sus
tumbas. Hiparco, ebrio aún de pesadillas, guiña los ojos ante toda aquella
blancura, examina distraídamente la cándida fila azul de los Hijos de Atenea.
Bruscamente, un odiado parecido aflora en el rostro sin forma de la pequeña
Irini: el señor, frenético, sacude el brazo de aquella joven ladrona, que ha
osado apropiarse de los execrables ojos de su hermano, aúlla pidiendo que
alejen de su presencia a la hermana del miserable que envenena sus sueños. La
niña cae de rodillas: la cesta, al volcarse, derrama su rojo contenido y las
lágrimas borran, en el rostro de la chiquilla, aquella semejanza abominable y
divina. A la hora en que el cielo se vuelve de oro, como el inalterable corazón
de la bondadosa Lena, ésta lleva a la niña a su casa, despeinada, sin su cesta.
Harmodio estalla de alegría ante aquel deseado ultraje. Lena, arrodillada sobre
las losas del patio, moviendo la cabeza como una plañidera, siente posarse en
su frente la mano de aquel duro muchacho que se parece a Némesis: los insultos
del tirano, sus amenazas que ella repite sin intentar comprenderlas, adquieren
en su voz átona la horrible insipidez de los veredictos sin recurso y del hecho
consumado. Cada ultraje añade al rostro de Harmodio un fruncir de entrecejo o
una sonrisa de odio. En presencia de aquel dios, que antes desdeñaba hasta
informarse de su nombre, Lena se embriaga de existir, de ser útil, de hacer
sufrir tal vez... Ayuda a Harmodio a mutilar los hermosos laureles del patio,
como si el primero de los deberes consistiera en suprimir toda clase de sombra;
sale del jardín con los dos hombres, que esconden los cuchillos de cocina entre
aquellos ramos de Pascua florida. Cierra la puerta tras la siesta de Irini, la
jaula de las palomas, la caja de cartón donde pastan las cigarras, todo el
pasado que se ha vuelto tan profundo como un sueño. La multitud endomingada la
separa de sus señores, entre los cuales ya no distingue. Se introduce tras
ellos en las obras del Partenón y tropieza con los montones de piedras mal
desbastadas que hacen que el templo de la Virgen se parezca a sus futuros
escombros. A la hora en que el cielo muestra su roja faz, ve desaparecer a los
dos amigos por entre el engranaje de las columnas como en el fondo de una
máquina de triturar el corazón humano para extraer de él un dios. Estallan
bombas y gritos: el hermano mayor de Hiparco, con el vientre abierto sobre el
altar cubierto de sangre y de brasas, parece ofrecer sus entrañas al examen de
los sacerdotes. Hiparco, herido de muerte, continúa gritando órdenes, se apoya
en una columna para no caer vivo. Las puertas de los Propíleos se cierran para
cortar a los rebeldes la única salida que no da al vacío; los conspiradores,
cogidos en aquella trampa de mármol y de cielo, corren de un lado para otro,
tropiezan con montones de dioses. Aristógiton, herido en la pierna, es
capturado por los ojeadores en las grutas de Pan. El cuerpo linchado de
Harmodio es despedazado por la multitud como el de Baco en el transcurso de las
misas sangrientas: unos adversarios, o tal vez unos fieles, se pasan de mano en
mano la espantosa hostia. Lena se arrodilla, coge en su delantal los rizos de
pelo de Harmodio, como si aquel favor fuera lo más urgente que ella puede hacer
por su amo. Unos sabuesos se le echan encima: le atan las manos, que pierden
inmediatamente su aspecto desgastado de utensilios domésticos para convertirse
en manos de víctima, en falanges de mártir. Sube al coche celular como los
muertos suben a la barca. Atraviesa una Atenas estancada, aterida de miedo,
donde las caras se esconden tras las contraventanas cerradas, por temor a verse
obligadas a juzgar. Pone el pie en el suelo ante una casa que, por su aspecto
de hospital y de prisión, debe ser el palacio del Jefe del Estado. Bajo la
puerta de la cochera se cruza con Aristógiton, cuyas piernas heridas flaquean.
Ve desfilar el pelotón de ejecución sin volver siquiera hacia su amo unos ojos
ya vidriosos, como las pupilas de los muertos. El ruido de los disparos en el
patio contiguo resuena para ella como una salva de honor sobre la tumba de
Harmodio. La empujan dentro de una sala blanqueada de cal, donde los
supliciados adquieren el aspecto de animales agonizantes, y los verdugos, el de
vivisectores. Hiparco, medio tumbado en unas parihuelas, vuelve hacia ella la
cabeza vendada y coge a tientas aquellas manos de mujer crispadas sobre la
única verdad de la que aún siente hambre. Le habla tan bajito y tan de cerca
que el interrogatorio parece una confidencia amorosa. Exige nombres,
confesiones. ¿Qué es lo que ella había visto? ¿Quiénes eran los cómplices?
¿Servía el mayor de los dos de entrenador al más joven, en aquella carrera
hacia la muerte? ¿Acaso no era el boxeador más que un puñetazo en manos de
Harmodio? ¿Fue el miedo lo que inspiró al joven la idea de desembarazarse de
Hiparco? ¿Sabía acaso que el amo lo hubiera perdonado, que no le guardaba
rencor? ¿Hablaba de él a menudo? ¿Estaba triste? Una intimidad desesperada se
estableció entre aquel hombre y aquella mujer poseídos del mismo dios, que
morían del mismo mal, y cuyas apagadas miradas se volvían hacia dos ausentes.
Lena, sometida a interrogatorio, aprieta dientes y labios. Sus amos callaban
cuando ella servía los platos; se había quedado fuera de la vida de ambos como
una perra esperando a la puerta; pero aquella mujer, vacía de recuerdos, se
esfuerza por orgullo en hacer creer que lo sabe todo, que sus amos le han
confiado su corazón como a una encubridora con la que pueden contar, que sólo
depende de ella escupir un pasado. Los verdugos la tienden sobre un caballete
para operarla en silencio. Amenazan a aquella llama con el suplicio del agua;
hablan de infligirle el suplicio del fuego a aquel manantial. Lena teme la
tortura, que no arrancará de ella sino la humillante confesión de que sólo era
una criada, y en ningún momento una cómplice. Un chorro de sangre le brota de
la boca, como en una hemoptisis: se ha cortado la lengua para no revelar unos
secretos que no conoce.
*
Ardiendo con más fuegos... Animal
cansado, un látigo de llamas me azota con fuerza las espaldas. He hallado el
verdadero sentido de las metáforas de los poetas. Me despierto cada noche
envuelta en el incendio de mi propia sangre.
*
Nunca he conocido otra cosa que no
fuera la adoración o el desenfreno... ¿Qué estoy diciendo? Nunca he conocido
sino la adoración o la compasión.
*
Los cristianos rezan ante la cruz y la besan.
Les basta ese trozo de madera, aun cuando de él no cuelgue ningún Salvador. El
respeto debido a los ajusticiados acaba por ennoblecer el inmundo aparato del
suplicio: no basta con amar a las criaturas; hay que adorar asimismo su
miseria, su envilecimiento, su desdicha.
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