Ser un “desamado” es ser un convicto de sí mismo. Un cautivo de indescriptibles agonías, un
vagabundo de pensamientos incontenibles en el suspiro.
¿Cómo puede ser el amor responsable de semejante crimen? Me
pregunto, mientras releo una de las prosas que más me apasiona de “Fuegos”:
Clitemnestra o el crimen.
Clitemnestra, reina de Micenas, se encuentra frente a los
jueces que la condenarán a muerte. Narra ante ellos los detalles y los motivos
del asesinato en mano propia de su marido Agamenón y de su amante Casandra.
En cada palabra, el sentimiento de Clitemnestra tiene la
terrible y desesperada intensidad del amor único en el que se agota toda la posibilidad,
en el que se quema toda la capacidad de amar que cabe a cada hombre y a cada
mujer: "No existe más que un hombre en el mundo -dice Clitemnestra ante sus
jueces- los demás no son más que un error, un triste consuelo y el adulterio
es a menudo, una forma desesperada de la fidelidad".
¿Por qué entonces le da muerte a lo que ama?
Tal vez porque "el objeto de amar es acabar con el
amor" o porque por un pecado de razón pierde el estado de gracia y cae en
la sima abrupta y sin fondo del desamor…Como saberlo…
"El amor es un castigo...escribe Marguerite Yourcenar,
somos castigados por no haber sabido quedarnos solos"…
Clitemnestra o el crimen
«Voy a explicarles
señores jueces.... Tengo ante mí innumerables órbitas de ojos; líneas
circulares de manos puestas en las rodillas, de pies descalzos descansando en
la piedra, de pupilas fijas de donde mana la mirada, de bocas cerradas donde el
silencio madura un juicio. Tengo ante mí audiencias de piedra. Maté a aquel
hombre con un cuchillo, dentro de la bañera, con ayuda de mi miserable amante
que ni siquiera era capaz de sujetarle los pies. Ya conocéis mi historia: no
hay ninguno de vosotros que no la haya repetido veinte veces al acabar la
copiosa comida, acompañada del bostezo de las sirvientas, ni una de vuestras
mujeres que no haya soñado ser alguna vez Clitemnestra. Vuestros pensamientos
criminales, vuestras ansias inconfesadas ruedan por los escalones y vienen a
derramarse en mí, de suerte que una especie de horrible vaivén hace de vosotros
mi conciencia y de mí vuestro grito.
Habéis acudido aquí
para que la escena del asesinato se repita ante vuestros ojos un poco más
rápidamente que en la realidad, pues os espera el hogar y la cena y sólo podéis
dedicar unas cuantas horas a oírme llorar. Y en ese corto espacio de tiempo es
preciso que no sólo mis actos, sino que también sus motivos estallen a plena
luz, aun cuando para afirmarse han necesitado cuarenta años. Esperé a aquel
hombre antes de que tuviera un nombre, un rostro, cuando aún no era sino mi
lejana desgracia.
Busqué entre la
multitud de los vivos a ese ser necesario a mis futuras delicias: miré a los
hombres sólo como se mira a los transeúntes que pasan por la taquilla de una
estación, para asegurarse que no son las personas que uno está esperando. Si mi
nodriza me envolvió en pañales al salir de mi madre, fue para él; si aprendí a
contar en la pizarra del colegio, fue para poder llevar las cuentas de su casa
de hombre rico.
Para alfombrar el
camino donde tal vez se posaría el pie del desconocido que haría de mí su
sierva, tejí sábanas y estandartes de oro; de tanto afanarme, dejé caer de
cuando en cuando en el blando tejido unas gotas de mi sangre. Mis padres me lo
escogieron, y aunque él me hubiera raptado a espaldas de mi familia, yo hubiera
seguido obedeciendo al deseo de mis padres, puestos que nuestros sueños de
ellos provienen y el hombre que amamos es siempre aquel con quien sueñan
nuestras abuelas. Le dejé sacrificar el porvenir de nuestros hijos a sus
ambiciones de hombre: ni siquiera lloré cuando murió nuestra hija. Consentí en
deshacerme en su destino como una fruta en una boca, para aportarle sólo una
sensación de dulzura.
Señores jueces,
vosotros lo conocisteis ya ajado por la gloria, envejecido por diez años de
guerra, convertido en una especia de ídolo enorme desgastado por las caricias
de las mujeres asiáticas, salpicado por el barro de las trincheras. Sólo yo
estuve con él en su época de dios. Era muy dulce para mí llevarle, en una
bandeja grande de cobre, el vaso de agua que derramaría en él sus reservas de
frescor; era dulce para mí, en la ardiente cocina, prepararle los platos que
colmaría su hambre y alimentarían su sangre. Era muy dulce para mí, entorpecida
por el peso de la simiente humana, poner las manos sobre mi vientre hinchado
donde fermentaban mis hijos. Por la noche, cuando volvía de la caza, yo me
arrojaba con alegría sobre su pecho de oro.
Pero los hombres no
están hechos para pasar toda la vida calentándose las manos al fuego del mismo
hogar: partió hacia nuevas conquistas y me dejó allí, abandonada como una casa
enorme y vacía que oye latir un inútil reloj. El tiempo pasado lejos de él se
perdía, gota a gota o a chorros, como sangre desperdiciada, dejándome más pobre
de porvenir cada día. Algunos soldados ebrios que venían con permiso me
contaban la vida que él llevaba en los campamentos de la retaguardia. El
ejército de oriente se hallaba infestado de mujeres: judías de Salónica,
armenias de Tiflis cuyos ojos azules engarzados en sombríos párpados recuerdan
el fondo de una gruta oscura, turcas pesadas y dulzonas como los pasteles en
cuya composición entra la miel recibía cartas los días de aniversario; mi vida
transcurría espiando por el camino el paso del cartero cojo. De día, luchaba
contra la angustia; de noche, luchaba contra el deseo; sin cesar, luchaba
contra el vacío, forma cobarde de la desgracia.
Pasaban los días
uno tras otro por las calles desiertas como una procesión de viudas; la plaza
del pueblo parecía negra con tantas mujeres de luto. Yo envidiaba a aquellas
desgraciadas por no tener más rival que la tierra y por saber, al menos, que su
hombre dormía solo. Yo vigilaba en lugar del mío los trabajos del campo y los
caminos del mar; recogía las cosechas; mandaba clavar la cabeza de los bandidos
en el poste del mercado; utilizaba su fusil para dispararle a las cornejas;
azotaba los flancos de su yegua de caza con mis polainas de tela parda. Poco a poco,
yo iba ocupando el lugar del hombre que me faltaba y que me invadía. Acabé por
contemplar, con los mismos ojos que él, el cuello blanco de las sirvientas.
Egisto galopaba a mi lado por los eriales; tenía casi la edad de ir a reunirse
con los hombres; me devolvía la época de los besos entre primos perdidos en el
bosque, durante las vacaciones de verano. Yo lo miraba menos como un amante que
como a un niño que hubiera engendrado en mí la ausencia; pagaba sus gastos de
guarnicioneros y caballos. Infiel a mi hombre, seguía imitándolo: Egisto no era
para mí sino lo equivalente a las mujeres asiáticas o a la innoble Arginia.
Señores jueces, no
existe más que un hombre en el mundo: los demás no son más que un error o un
triste consuelo, y el adulterio es a menudo una forma desesperada de la
fidelidad. Si yo engañé a alguien fue con toda seguridad al pobre Egisto. Lo
necesitaba para percatarme de que hasta qué punto el que yo amaba me era irreemplazable. Cansada de acariciarlo, subía yo a la torre para compartir el
insomnio del centinela. Una noche, el horizonte del este empezó a arder tres
horas antes de llegar la aurora. Troya ardía : el viento que volaba de Asia
transportaba sobre el mar pavesas y nubes de ceniza; las fogatas de los
centinelas se encendieron en las cimas: el monte Athos y el Olimpo, Elpindo y
el Erimanto parecían hogueras; la lengua de la última llama se posaba frente a
mí en la pequeña colina que desde hace veinticinco años me tapaba el
horizonte.» Yo veía inclinarse la frente del vigilante, cubierta por el casco,
para recibir el susurro de las olas: por el mar, en alguna parte, un hombre
engalanado de oro se acodaba en la proa y cada vuelta de hélice lo acercaba más
y más a su mujer y a su hogar ausente. Al bajar de la torre, cogí un cuchillo.
Quería matar a Egisto, mandar lavar las maderas de la cama y el pavimento de la
habitación, sacar del fondo del baúl el vestido que llevaba puesto cuando él se
marchó, y suprimir finalmente aquellos diez años como si fueran un simple
"cero" en el total de mis días.
Al pasar por
delante del espejo, me detuve a sonreír; de repente, me vi y al verme me di
cuenta de que tenía el pelo gris. Señores Jueces, diez años es mucho tiempo: es
más largo que la distancia entre la ciudad de Troya y el castillo de Micenas;
el rincón del pasado esta asimismo más alto que el lugar en donde nos
encontramos, pues sólo podemos bajar y no subir las escaleras del Tiempo.
Sucede como en las pesadillas: cada paso que damos nos aleja más de nuestra
meta en vez de acercarnos a ella. En lugar de una mujer joven, el rey
encontraría en la puerta a una especie de cocinera obesa; la felicitaría por el
buen estado de los corrales y bodegas: sólo podía esperar unos cuantos besos
fríos. Si hubiera tenido valor, me hubiese matado antes que el llegara, para no
leer en su rostro la decepción, al encontrarme ajada. Pero quería, al menos,
verlo antes de morir. Egisto lloraba en mi lecho, asustado como un niño
culpable que siente llegar el castigo del padre; me acerqué y adopté mi voz más
suavemente mentirosa para decirle que nada se sabía de nuestras citas nocturnas
y que su tío no tenía ninguna razón para dejarlo de querer. Yo esperaba que, al
contrario, él estuviera enterado de todo, y que la cólera y el afán de venganza
me devolvieran un lugar en su pensamiento.
Para estar más
segura de ello, entregué el correo, junto con las demás cartas, una anónima en
donde exageraba mis culpas: afilaba el cuchillo que debía abrirme el corazón.
Pensaba que tal vez me estrangularía con sus propias manos que yo tan a menudo
había besado: por lo menos moriría envuelta en una especie de abrazo. Llegó por
fin el día en que el barco de guerra atracó en el puerto de nauplion, en medio
de una algarabía de vivas y fanfarrias; los terraplenes cubiertos de amapolas
rojas parecían pavimentados por orden del verano, el maestro dio un día de
asueto a los chicos del pueblo; tocaban las campanas de la Iglesia. Yo lo
esperaba en el umbral de la Puerta de los Leones, una sombrilla rosa maquillaba
mi palidez. Chirriaron las puertas del coche por la empinada cuesta; los
aldeanos se engancharon al varal para ayudar a los caballos. Al volver un
recodo, divisé, por fin, la parte más alta del coche, que asomaba por encima de
un seto vivo, y advertí que mi hombre no venía solo. A su lado llevaba a la
hechicera que él había escogido como parte del botín, aun estando algo
estropeada por lo juegos de los soldados. Era casi una niña; unos hermosos ojos
oscuros le llenaban el rostro amarillento y tatuado de cardenales. El le
acariciaba el brazo para que no llorase. Le ayudó a bajar del coche, me besó
con frialdad y me dijo que contaba con mi generosidad para tratar amablemente a
la muchacha cuyos padres habían muerto. Apretó la mano de Egisto. El también
había cambiado. Resoplaba al andar y su cuello enorme y colorado desbordaba del
cuello de la camisa; su barba teñida de rojo se perdía por entre los pliegues
de su cuello. Era hermoso, sin embargo, pero hermoso como un toro en lugar de
serlo como un dios.
Subió con nosotros
los escalones del vestíbulo que yo había mandado alfombrar de púrpura, para que
no se notaran las manchas de su sangre. Apenas me miraba; en la cena, ni
siquiera se dio cuenta de que yo había preparado sus platos favoritos; bebió
dos vasos, tres vasos de alcohol. El sobre abierto de la carta anónima asomaba
por uno de sus bolsillos. Le guiñó un ojo a Egisto y farfulló unas cuantas
bromas de borracho sobre las mujeres que buscan consuelo. La velada,
interminablemente larga, se prolongó aún más en la terraza infestada de mosquitos.
Hablaba en turco con su compañera. Según parece, ella era hija del jefe de una
tribu; al moverse, me di cuenta de que llevaba un hijo en su seno. ¿Sería de él
o de alguno de los soldados que la habían arrastrado riendo fuera del
campamento y arrojado a latigazos de nuestras trincheras? Decían que poseía el
don de adivinar el porvenir. Para distraernos, nos leyó las líneas de la mano.
Entonces palideció
y empezó a castañetear los dientes. También yo, señores jueces, conocía el porvenir.
Todas las mujeres lo conocen: siempre esperan que todo acabe mal. El tenía por
costumbre tomar un baño caliente antes de irse a acostar. Subí a preparárselo:
el ruido del agua que salía del grifo me permitía llorar en voz alta.
Calentábamos con leña el agua del baño; el hacha que utilizábamos para cortar
los troncos se hallaba tirada en el suelo; no sé por qué la escondí en el
toallero. Durante un instante, pensé en disponerlo todo para simular un
accidente que no dejara huellas, de suerte que la lámpara de petróleo cargara
con las culpas. Pero yo quería obligarlo a mirarme de frente por lo menos al
morir: por eso lo iba a matar, para que se diera cuenta que la lámpara de
petróleo cargara con las culpas. Pero yo quería obligarlo a mirarme de frente
por lo menos al morir: por eso lo iba a matar, para que se diera cuenta de que
yo no era una cosa sin importancia que se puede dejar o ceder al primero que
llega.
Llamé
a Egisto en voz baja: se puso pálido cuando abrí la boca. Le ordené que me
esperara en el rellano. El otro subía pesadamente las escaleras; se quitó la
camisa; la piel, con el agua del baño, se le puso toda violeta. Yo le
enjabonaba la nuca y temblaba tanto como el jabón que continuamente se me
resbalaba de las manos. El estaba un poco sofocado y me mandó con rudeza que
abriese la ventana, demasiado alta para mí. Le grité a Egisto que viniera a
ayudarme. En cuanto entró cerré la puerta con llave. El otro no me vio, pues
nos daba la espalda. Le di torpemente un primer golpe que sólo le hizo un corte
en el hombro; se puso de pie; su rostro abotagado se iba llenando de manchas
negras; mugía como un buey. Egisto, aterrorizado, le sujetó las rodillas, acaso
para pedirle perdón. El perdió el equilibrio y cayó como una masa, con la cara
dentro del agua, con un gorgoteo que parecía un estertor. Entonces fue cuando
le dí el segundo golpe que le cortó la frente en dos. Pero creo que ya estaba
muerto: no era más que un pingajo blando y caliente. Se habló de rojas oleadas:
en realidad, sangró muy poco. Yo sangraba más cuando di a luz a mis hijos.
Después de morir él, matamos a su amante: fuimos generosos, si ella lo amaba.
Los aldeanos se pusieron de nuestra parte y callaron. Mi hijo era demasiado
pequeño para dar rienda suelta a su odio contra Egisto.
Han
pasado unas semanas: yo hubiera debido tranquilizarme pero ya sabéis, señores
jueces, que nunca acaba nada y que todo vuelve a empezar. Me he puesto a
esperarlo otra vez y ha vuelto. No mováis la cabeza: os digo que ha vuelto. El,
que durante diez años ni se dignó a tomar un permiso de ocho días para volver
de Troya, ha vuelto de la Muerte. A pesar de que yo le corté los pies para
impedirle salir del cementerio... Pero esto no evitó que él se deslizara por la
noche en mi cuarto, llevando sus pies debajo del brazo, como los ladrones
cuando cogen de este modo sus zapatos para no hacer ruido. Me cubría con su
sombra; ni siquiera parecía darse cuenta que Egisto estaba allí. Después, mi
hijo me ha denunciado en el puesto de policía, pero mi hijo es también un
fantasma, el suyo, su espectro de carne. Yo creía que por lo menos en la
prisión estaría tranquila, pero sigue volviendo: parece como si prefiriese mi
calabozo a su tumba. Sé que mi cabeza acabará por rodar en la plaza del pueblo
y que la de Egisto caerá cortada por el mismo cuchillo. Es extraño, señores
jueces, se diría que ya me habéis juzgado otras veces. Pero tengo la
experiencia suficiente para saber que los muertos no permanecen en reposo: me
levantaré, arrastrando a Egisto tras de mí como a un galgo triste. Y erraré por
las noches a lo largo de los caminos, a la búsqueda de la justicia de Dios.
Volveré a hallar a ese hombre en algún rincón de mi infierno y gritaré de nuevo
con alegría con sus primeros besos. Luego, me abandonará para irse a conquistar
alguna provincia de la Muerte.
Ya que el tiempo es la sangre de los
vivos, la Eternidad debe de ser la sangre de las sombras. Mi eternidad, la mía,
se perderá esperando su regreso , de suerte que me convertiré en el más lívido
de los fantasmas. Entonces volverá, para burlarse de mí, y acariciará ante mis
ojos a la amarilla hechicera turca acostumbrada a jugar con los huesecillos de
las tumbas. ¿Qué puedo hacer? Es imposible matar a un muerto..."
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