La condesa ha encontrado la habitación funesta en donde ve morir, en dónde aprendió el
sentido de ver morir.
Su
guarida es una morada de negro silencio. Un escondite para la “niña monstruo”
rodeada de espejos que han sacado a la luz su parte más nocturna.
Allí,
en su aislamiento abismal, sospecha que sus crímenes son inimputables. No hay
culpa en un Yo que es un desborde.
Hay un diálogo en “La nueva Justine” de Sade,
en que un personaje insinúa: “Quisiera encontrar un crimen, cuyo efecto
perpetuo actuase aún cuando yo deje de actuar”, y otro aconseja: “Realiza
entonces el crimen moral al que se llega por escrito”
Construir
una literatura de lo inefable. La condesa/escritora lo hizo sobre Alejandra.
Erzébet,
desde su oscuro recinto amurallado, movió estratégicamente la piedra fundamental de una
locura que yacía expectante. La sombra
empieza a cambiar de lugar y su ácido todo lo corroe: Es
un frío castillo en Los Cárpatos; una fría habitación suicida en Buenos Aires.
Y
entonces, súbitamente, la condesa/Alejandra, se transforma en una muchacha exiliada en
las ruinas de su propio infierno musical...
El castillo de Csejthe
Castillo
de piedras grises, escasas ventanas, torres cuadradas, laberintos subterráneos,
castillo emplazado en la colina de rocas, de hierbas ralas y secas, de bosques
con fieras blancas en invierno y oscuras en verano, castillo que Erzébet
Báthory amaba por su funesta soledad de muros que ahogaban todo grito. El
aposento de la condesa, frío y mal alumbrado por una lámpara de aceite de
jazmín, olía a sangre así como el subsuelo a cadáver. De haberlo querido,
hubiera podido realizar su "gran obra" a la luz del día y diezmar
muchachas al sol, pero le fascinaban las tinieblas del laberinto que tan bien
se acordaban a su terrible erotismo, de nieve y de murallas. Amaba el laberinto,
que significa el lugar típico donde tenemos miedo; el viscoso, el inseguro
espacio de la desprotección y del extraviarse. ¿Qué hacía de sus días y de sus
noches en la soledad de Csejthe? Sabemos algo de sus noches. En cuanto a sus
días, la bellísima condesa no se separaba de sus dos viejas sirvientas, dos
escapadas de alguna obra de Goya: las sucias, malolientes, increíblemente feas
y perversas Dorkó y Jó Ilona. Éstas intentaban divertirla hasta con historias
domésticas que ella no entendía, si bien necesitaba de ese continuo y
deleznable rumor. Otra manera de matar el tiempo consistía en contemplar sus
joyas, mirarse en su famoso espejo y cambiarse quince trajes por día. Dueña de
un gran sentido práctico, se preocupaba de que las prisiones del subsuelo estuvieran
siempre bien abastecidas; pensaba en el porvenir de sus hijos -que siempre
residieron lejos de ella; administraba sus bienes con inteligencia y se
ocupaba, en fin, de todos los pequeños detalles que rigen el orden profano de
los días.
Ilustracion: Santiago Caruso
No hay comentarios:
Publicar un comentario