miércoles, 24 de abril de 2013


Anne Copeau, más conocida como Naná, cobró vida en 1880 de la mano del genial Emil Zolá.
Es una obra que  forma parte de una serie de novelas titulada “Les Rougon-Macquart”  en las que se narra la historia de una familia durante el periodo conocido como el Segundo Imperio (1852-1870), bajo el régimen de Napoleón III.
Está encuadrada dentro del movimiento literario bautizado como “Naturalismo”, el cual abogaba por retratar de manera cruda la realidad de la sociedad a través de la literatura.
Naná es uno de los extraordinarios personajes representativos de una época.
Es hija de la extrema pobreza, la que creciendo con carencias se decide un día a marchar de casa y abrirse camino por la vida, sin más bien que su belleza.
Debuta en París, y “La Venus Desnuda”, de Bordenave, promete convertirse en todo un acontecimiento teatral. No hace falta un gran argumento para la obra: la sola presencia de Nana, desnuda, emergiendo sobre el escenario, será suficiente para sorprender el deseo de los hombres, quienes, aun conscientes del poco talento de la actriz, serán los encargados de cultivar su camino hacia la cumbre. Hay algo en Nana –en la blancura de su piel, en la voluptuosidad de su mirada que socava la fuerza de cualquier hombre, y lo convierte en su esclavo, en un ser sin conciencia ni voluntad. Las mujeres hablarán de ella, juzgando su impudicia, aunque en su fuero interno anhelen para sí algo de su soltura; y los hombres, desde el más pobre hasta el más rico, afrontarán la dura lucha de controlar sus ímpetus.
Mientras llega algo de ese triunfo que el destino le tiene preparado, Nana debe afrontar su realidad: las deudas, el hijo enfermo que no quiere devolverle su nodriza, el trance de la subsistencia diaria. Porque, si bien es cierto que todo París habla de ella, es difícil para una mujer sobrellevar los gastos sola. Ahí está Zoé, su criada, intentando ahuyentar a los cobradores que se arremolinan en el apartamento, pero también a los muchos admiradores que congestionan el paso con sus ramos de flores y que esperan tener la chance de conocerla personalmente.
Algunos sabrán que la actriz sale con Daguenet, más joven que ella, otros intuirán que, como pasa con la mayoría de mujeres del teatro, se prostituye ocasionalmente.
En las reuniones de la alta sociedad se empieza a considerar a la actriz la personificación del mal; las ancianas se lamentan de la pérdida del decoro y la dignidad: una mujer cuyo único mérito sea su desnudez, su erotismo, jamás podrá ser bien vista.
Entretanto, hipócritamente los hombres despotrican de ella, mientras planean veladas en su compañía; reuniones que, de forma paulatina, ganarán fama en París por su libertinaje e irreverencia. Pero es como si Nana se convirtiera en el chivo expiatorio de una ciudad corrompida: en el teatro, las actrices reciben todo género de invitaciones y aceptan aquellas de quienes ofrecen más; la Sra. Tricon va y viene por las calles arreglando encuentros clandestinos; y hasta los mismos esposos, como sucede con Auguste Mignon, conceden una noche de su mujer a cualquier extraño, cegados por el deseo de obtener algún beneficio particular.
París parece una gran cama en donde todos se acostarán por turno, unos con otros.
Naná, la pésima actriz del Teatro de Variedades parisino y, sin embargo, figura venerada por los hombres y envidiada por las mujeres, es uno de los personajes literarios más egoístas y narcisistas que ha dado la narrativa. El culto a sí misma, salvo en algunas extrañas renuncias explicables por la extremada volubilidad de su carácter resulta patológico. Humilla a sus incontables y fervorosos amantes, con los que se acuesta a desgana sólo para conseguir el dinero que acreciente la vanidad de sus ilimitados caprichos, y luego elige a su antojo a otros hombres y mujeres para sus voluntarios escarceos sexuales, que rayan en la ninfomanía más descontrolada. De entre sus amantes, el conde Muffat se debate entre su fervor religioso y la desaforada atracción morbosa hacia Naná. Su obsesión irracional por ella le precipita a un lodazal de indignidad que causa vergüenza ajena en el lector. Pero no le van a la zaga otros amantes, que arruinan sus haciendas, sus matrimonios y su honor por los favores de Naná; ésta se enseñorea sobre todos ellos con una altivez que, lejos de causar enojo en los hombres, los esclaviza aún más en un refinado y tácito sadomasoquismo.
Zolá escribió una novela con una heroína que no se redimirá como lo han hecho otras mujeres en obras literarias de la época,
¿Habrá intuido tal vez que en esa renuncia a la redención estaba destinada a convertirse en un referente de la decadencia de una época y su inminente destrucción?
Francia se cae a pedazos. Se desmorona desde adentro hacia afuera. El cáncer de sus sociedades maliciosas y contaminadas se translucen en el cuerpo lujurioso y sin escrúpulo de una hija de sus calles.
Naná es la Meretriz de un París que languidece en sus últimas bocanadas de aire enrarecido.
Y lo hace magníficamente declinando incluso al amor para volverse a perder en los corroídos laberintos de la ambición y la lujuria.
Jamás le fallará a su creador y Emil Zolá habrá logrado con magistral sutileza retratar con su gran obra, la poderosa radiografía de la degradación de un Imperio.
En el penúltimo capítulo, toda la narración que culmina la relación entre el Conde Muffat y Naná presenta una decadencia tan total que, compaginado con el resto de la obra, merece una ovación aparte, con el aristócrata humillado hasta lo más bajo que puede humillarse a una persona sólo por la caprichosa voluntad de Naná, la femme fatale adicta a sí misma, que con su sexo domina a un mundo al que por mero capricho decide empujar al abismo.
Pero si algo en la novela debe llevarse la gran ovación – en mi opinión- , es el final, con Naná postrada en la habitación de un hotel obscenamente lujoso, ella agonizando de viruela, podrida en cuerpo y alma, escuchándose de fondo los extasiados gritos del populacho que llama a las armas “¡A Berlín! ¡A Berlín!”, con el ejército saliendo de París rumbo a una guerra que se llevará por tierra a toda Francia…

2 comentarios:

  1. Desde muy pequeña mi padre me hablaba de Naná porque era la novela "escándalo" de la época. La intriga de lo que podía encerrar me acompaño mucho tiempo, hasta que ya adulta leí toda la historia de la familia Les Rougon-Macquart a través de todos los libros que escribió sobre la misma; si no estoy equivocada Naná es la culminación de la serie. Me apasiona Zolá, pero debo confesarte que me desilusione un poco con Naná, tal vez por todo lo que te refiero más arriba. Me encanto El vientre de París me pareció totalmente desgarradora.
    Tu reseña es muy completa y excelentemente relatada.
    Saludos.

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  2. A me pasó algo similar con Naná en un principio, después intenté convertirla en un referente de la decadencia de una época; tal como escribí en su reseña. Creo que Zolá, el maestro Zolá, solapó con Naná un pensamiento suyo muy particular sobre la época que atravesaba Francia y París en particular que se había convertido en el foco corroído de un Imperio. Naná es un personaje que choca, es inevitable, pero al liberarla de cierta "demonización", por lo menos a mí personalmente me resultó,surge como una gran personaje que sirvió de espejo para que su creador pudiera expresarse.Es una idea...
    No terminé de leer toda la serie, la leí salteada, rememorar a Naná me han dado ganas de hacerlo! Gracias por tus comentarios Mirta son muy enriquecedores, te mando un gran abrazo.

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