martes, 9 de abril de 2013


Erzébet Bathory es un personaje que ha fascinado a la Literatura y a cautivado a los historiadores.
Fue una diva de la muerte y del horror.
Una cautiva de las sombras y del silencio a gritos…
¿Cuánto de Erzébet hubo en Alejandra? Me pregunto, mientras me aventuro una vez más a los laberintos del castillo de Csejthe y atestiguo,  fascinantemente aterrorizada, la anatomía fantasmal de la condesa.
Junto a una de sus cómplices y hechicera de confianza, ha dado comienzo al ritual. 
“La virgen de hierro” está en marcha. La joven niña entre los brazos metálicos exhibe su cuerpo desnudo, rasgado y sangrante.
La condesa la mira con deseo. Con sus dedos le roza la carne palpitante y atrapa una gota del elixir viscoso y cálido.
Está poseída por un siniestro perfume; un perfume de muerte.
¿Cuánto de ese perfume hubo entre los barrotes de Alejandra y su jaula? Me pregunto, mientras rescato mi mente.
Escribir es un pasaje hacia las geografías distantes de lo ya visto. Pienso.
 Es perderse de a ratos entre los planos que dividen la vida de la muerte, de la jaula, de los barrotes, del perfume siniestro, de la escena fatal…


Torturas clásicas

Salvo algunas interferencias barrocas -tales como la "Virgen de hierro", la muerte por agua o la jaula- la condesa adhería a un estilo de torturar monótonamente clásico que se podría resumir así:
Se escogían varias muchachas altas, bellas y resistentes -su edad oscilaba entre los 12 y los 18 años- y se las arrastraba a la sala de torturas en donde esperaba, vestida de blanco en su trono, la condesa. Una vez maniatadas, las sirvientas las flagelaban hasta que la piel del cuerpo se desgarraba y las muchachas se transformaban en llagas tumefactas; les aplicaban los atizadores enrojecidos al fuego; les cortaban los dedos con tijeras o cizallas; les punzaban las llagas; les practicaban incisiones con navajas (si la condesa se fatigaba de oír gritos les cosían la boca; si alguna joven se desvanecía demasiado pronto se la auxiliaba haciendo arder entre sus piernas papel embebido en aceite). La sangre manaba como un geiser y el vestido blanco de la dama nocturna se volvía rojo. Y tanto, que debía ir a su aposento y cambiarlo por otro (¿en qué pensaría durante esa breve interrupción?). También los muros y el techo se teñían de rojo.
 No siempre la dama permanecía ociosa en tanto los demás se afanaban y trabajaban en torno a ella. A veces colaboraba, y entonces, con gran ímpetu, arrancaba la carne -en los lugares más sensibles- mediante pequeñas pinzas de plata, hundía agujas, cortaba la piel de entre los dedos, aplicaba a las plantas de los pies cucharas y planchas enrojecidas al fuego, fustigaba (en el curso de un viaje ordenó que mantuvieran de pie a una muchacha que acababa de morir y continuó fustigándola aunque estaba muerta); también hizo morir a varias con agua helada (un invento de su hechicera Darvulia consistía en sumergir a una muchacha en agua fría y dejarla en remojo toda la noche). En fin, cuando se enfermaba las hacía traer a su lecho y las mordía.
 Durante sus crisis eróticas, escapaban de sus labios palabras procaces destinadas a las supliciadas. Imprecaciones soeces y gritos de loba eran sus formas expresivas mientras recorría, enardecida, el tenebroso recinto. Pero nada era más espantoso que su risa. (Resumo: el castillo medieval; la sala de torturas; las tiernas muchachas; las viejas y horrendas sirvientas; la hermosa alucinada riendo desde su maldito éxtasis provocado por el sufrimiento ajeno.)
 ... sus últimas palabras, antes de deslizarse en el desfallecimiento concluyente, eran: "Más, todavía más, más fuerte!"
 No siempre el día era inocente, la noche culpable. Sucedía que jóvenes costureras aportaban, durante las horas diurnas, vestidos para la condesa, y esto era ocasión de numerosas escenas de crueldad. Infaliblemente, Dorkó hallaba defectos en la confección de las prendas y seleccionaba a dos o tres culpables (en ese momento los ojos lóbregos de la condesa se ponían a relucir). Los castigos a las costureritas -y a las jóvenes sirvientas en general- admitían variantes. Si la condesa estaba en uno de sus excepcionales días de bondad, Dorkó se limitaba a desnudar a las culpables que continuaban trabajando desnudas, bajo la mirada de la condesa, en los aposentos llenos de gatos negros. Las muchachas sobrellevaban con penoso asombro esta condena indolora pues nunca hubieran creído en su posibilidad real. Oscuramente, debían de sentirse terriblemente humilladas pues su desnudez las ingresaba en una suerte de tiempo animal realzado por la presencia "humana" de la condesa perfectamente vestida que las contemplaba. Esta escena me llevó a pensar en la Muerte -la de las viejas alegorías; la protagonista de la Danza de la Muerte. Desnudar es propio de la Muerte. También lo es la incesante contemplación de las criaturas por ella desposeídas. Pero hay más: el desfallecimiento sexual nos obliga a gestos y expresiones del morir (jadeos y estertores como de agonía; lamentos y quejidos arrancados por el paroxismo). Si el acto sexual implica una suerte de muerte, Erzsébet Báthory necesitaba de la muerte visible, elemental, grosera, para poder, a su vez, morir de esa muerte figurada que viene a ser el orgasmo. Pero, ¿quién es la Muerte? Es la Dama que asola y agosta cómo y dónde quiere. Sí, y además es una definición posible de la condesa Báthory. Nunca nadie no quiso de tal modo envejecer, esto es: morir. Por eso, tal vez, representaba y encarnaba a la Muerte. Porque, ¿cómo ha de morir la Muerte?
 Volvemos a las costureritas y a las sirvientas. Si Erzsébet amanecía irascible, no se conformaba con cuadros vivos, sino que:
 A la que había robado una moneda le pagaba con la misma moneda... enrojecida al fuego, que la niña debía apretar dentro de su mano.
 A la que había conversado mucho en horas de trabajo, la misma condesa le cosía la boca o, contrariamente, le abría la boca y tiraba hasta que los labios se desgarraban.
 También empleaba el atizador, con el que quemaba, al azar, mejillas, senos, lenguas...
Cuando los castigos eran ejecutados en el aposento de Erzsébet, se hacía necesario, por la noche, esparcir grandes cantidades de ceniza en derredor del lecho para que la noble dama atravesara sin dificultad las vastas charcas de sangre.

Ilustracion: Santiago Caruso






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