jueves, 18 de abril de 2013




El último texto de “Fuegos” habla de Safo, la poetisa griega. Magistralmente,Yourcenar, recrea a la poetisa como una acróbata de circo confrontando su final. Abandonada por Athis, desencantada por Faón, espera una nave que la lleve hasta el abismo.
El suicidio es el único consuelo que ha encontrado para calmar la tempestad de su alma. 
Del amor no ha obtenido más que dolor.
Ella, que ha amado hasta los huesos de sus amantes y ha erigido palacios de poemas en sus nombres.
Ella , que es en sí misma una oda a la entrega absoluta, perece  sin tregua en las frías manos del más profundo desamor , del más gélido de los desconsuelos...
Frene a sus ojos, la dama de la muerte , y su reino de silencio.






Safo o el Suicidio ( Primera parte)

Acabo de ver, reflejada en los espejos de un palco, a una mujer que se llama Safo. Está tan pálida como la nieve, como la muerte o como el rostro blanco de las leprosas. Y como se pinta para disimular su palidez, parece el cadáver de una mujer asesinada que lleva en las mejillas un poco de su propia sangre. Sus ojos son como cuevas que se hunden para escapar de la luz del día, lejos de unos áridos párpados que ya ni sombra le proporcionan. Sus largos bucles se le caen a puñados, como las hojas del bosque en precoces tempestades. Todos los días se arranca una nueva cana y estos hilos de seda pálida pronto serán tan numerosos como para tejerle una mortaja. Llora su juventud, como si fuera una mujer que la hubiese traicionado. Llora su infancia, como si se tratara de una niña que hubiera muerto. Está muy flaca: cuando se baña, se da la vuelta para no ver sus senos tristes en el espejo. Va errante de ciudad en ciudad, con tres grandes maletas llenas de perlas falsas y de restos de pájaros. Es acróbata, como en otros tiempos fue poetisa, pues la índole especial de sus pulmones le obliga a escoger un oficio que pueda ejercerse entre la tierra y el cielo. Todas las noches, entregada a las fieras del Circo que la devoran con los ojos, mantiene sus promesas de estrella en un espacio repleto de poleas y mástiles. Su cuerpo pegado a la pared, cortada en menudos trocitos por las letras luminosas, forma parte de ese grupo de fantasmas de moda que planean por las ciudades grises. Criatura imantada, con demasiadas alas para estar en la tierra y demasiado carnal para estar en el cielo, sus pies untados de cera han roto el pacto que nos une al suelo; la Muerte agita por debajo de ella los chales del vértigo, sin conseguir jamás enturbiarle los ojos. Desde lejos, desnuda, cubierta de lentejuelas de astros, parece una atleta que se negara a ser ángel para no restarle mérito a sus actos prodigiosos; de cerca, envuelta en largos albornoces que le restituyen sus alas, parece haberse disfrazado de mujer. Sólo ella sabe que su pecho contiene un corazón demasiado pesado y grande para alojarse en sitio distinto de un pecho ensanchado por unos senos; ese peso escondido en la jaula de huesos proporciona –a cada uno de sus saltos en el vacío- el sabor mortal de la inseguridad. Medio devorada por esa fiera implacable, trata de ser en secreto la domadora de su corazón. Nació en una isla, lo que ya es un principio de soledad; luego, intervino su oficio para obligarla cada noche a una especie de aislamiento en la altura; tendido en el tablado de su destino de estrella, expuesta medio desnuda a todos los vientos del abismo, la falta de dulzura le hace sufrir como la falta de almohadas. Los hombres de su vida sólo fueron escalones que ella subió no sin mancharse los pies. El director, el músico que tocaba el trombón, el agente de publicidad, terminaron por hacerle sentir asco de los bigotes engomados, de las corbatas rayadas, de las carteras de cuero y de todos los atributos exteriores de la virilidad que hacen soñar a las mujeres. Sólo el cuerpo de las muchachas jóvenes sería lo bastante suave, lo bastante flexible, lo bastante fluido para dejarse manejar por las manos de aquel ángel, que fingiría por juego soltarlas en el vacío. No consiguió que ellas permanecieran durante mucho tiempo en aquel espacio abstracto, limitado por las barras de los trapecios. En seguida se asustaban de aquella geometría que se transformaba en batir de alas, y todas renunciaron a ser sus compañeras en el cielo. Tuvo que bajar de nuevo a la tierra para hallarse a la misma altura que la vida de ellas, remendada con trapos que ni siquiera son pañales, de manera que aquella ternura infinita acabó por adquirir el aspecto de un permiso de sábado, de un día de asueto que el gaviero pasa en compañía de las mujeres. Ahogándose en aquellas habitaciones que no son más que una alcoba, abre al vacío la puerta de la desesperación, con el gesto de un hombre obligado por amor a vivir con las muñecas. Todas las mujeres aman a una mujer: se aman apasionadamente a sí mismas, y su propio cuerpo suele ser la única forma que ellas consienten en hallar hermosa. Los penetrantes ojos de Safo van mucho más lejos, présbitas del dolor. Pregunta a las jóvenes qué esperan de los espejos esas coquetas ocupadas en ataviar a su ídolo: una sonrisa que responda a la suya temblorosa, hasta que el aliento de los labios cada vez más cercanos empañen el reflejo y calienten el cristal. Narciso ama lo que él es. Safo, en sus compañeras, adora amargamente lo que ella no ha sido. Pobre, cargada con el desprecio que es para el artista el envés de la gloria, sin más futuro que las perspectivas del abismo, acaricia la dicha en el cuerpo de sus amigas menos amenazadas. Los velos de las niñas de primera comunión que llevan su alma al exterior de sí mismas le hacen soñar con una infancia más límpida de lo que fue la suya, pues aun agotadas las ilusiones, continuamos imaginando en otros una infancia sin pecado. La blancura de las muchachas despierta en ella el recuerdo casi increíble de la virginidad. Amó el orgullo de Gyrinno y acabó por rebajarse hasta besarle los pies. El amor de Anctórea le reveló el sabor de los buñuelos que se comen a mordisco limpio en las ferias, de los caballitos de madera y del heno de almiares cosquilleando la nuca de una bella tumbada. Attys le enseñó a amar la desgracia. Encontró a Attys perdida en una gran ciudad, asfixiada por el aliento de las multitudes y la niebla del río; su boca aún conservaba el olor a caramelo de jengibre que acababa de chupar; los churretes de hollín se pegaban a sus mejillas escarchadas de lágrimas; corría por un puente, vestida con pieles falsas y calzada con unos zapatos agujereados. Su rostro de cabritilla rebozaba de despavorida dulzura.
Para explicar sus labios apretados, pálidos como la cicatriz de una herida, y sus ojos semejantes a turquesas enfermas, Attys poseía en el fondo de su memoria tres relatos diferentes que no eran sino las tres caras de una misma desgracia. Su amigo, con quien ella acostumbraba a salir los domingos, la había abandonado, porque una noche en un taxi al volver del teatro no había consentido en dejarse acariciar. Una amiga que le prestaba su diván para dormir en un rincón de su cuarto de estudiante, la había echado tras acusarla falsamente de haber querido robar el corazón de su prometido. Finalmente, su padre le pegaba. Todo le daba miedo: los fantasmas, los hombres, el número trece y los ojos verdes de los gatos. El comedor del hotel la deslumbró como un templo donde ella se creía obligada a hablar en voz baja; tanto la impresionó el cuarto de baño que se puso a aplaudir. Safo derrocha por aquella niña fantástica el capital acumulado en sus años de flexibilidad y temeridad.
Impone a los directores de circo a la mediocre artista que no sabe hacer más que juegos malabares con ramos de flores. Ambas mujeres dan vueltas por las pistas y tablados de todas las capitales, con esa regularidad en el cambio propia de los artistas nómadas y de los libertinos tristes. Por las mañanas, en los cuartos donde se hospedan, arreglan sus trajes de teatro y las carreras de sus medias demasiado estrechas. A fuerza de cuidar de aquella muchacha enfermiza, de apartar de su camino a los hombres que pudieran tentarla, el taciturno amor de Safo adquiere, sin que ella se dé cuenta, una forma maternal, como si quince años de voluptuosidades estériles hubieran dado como resultado el nacerle aquella niña. Los jóvenes vestidos de smoking con los que tropiezan por los pasillos de los camerinos le recuerdan a Attys al amigo cuyos besos en un tiempo rechazó y que ahora echa de menos: Safo la ha oído hablar tan a menudo de la hermosa ropa blanca de Philippe, de sus gemelos azules y de la estantería llena de libros licenciosos que adornaba su habitación de Chelsea… que acababa por tener de aquel hombre correctamente vestido una imagen tan neta como la de algunos amantes que ella admitió en su vida sin poder evitarlo: lo archiva distraídamente entre sus recuerdos. Los párpados de Attys van adquiriendo poco a poco reflejos color violeta; va a buscar a Correos unas cartas que acaba por romper tras haberlas leído. Parece extrañamente bien informada sobre los viajes de negocios que podrían obligar al joven a cruzarse por casualidad en su camino de nómadas pobres. Safo sufre al no poder darle a Attys más que un refugio apartado de la vida, y porque sólo el miedo mantiene apoyada contra su fuerte hombro la cabecita frágil. Esta mujer, amargada por todas las lágrimas que con valor no derramó jamás, se da cuenta de que sólo puede ofrecer a sus amigas un acariciador desamparo; su única disculpa es decirse que el amor, en todas sus formas, no tiene nada mejor que ofrecer a las temblorosas criaturas, y que Attys, al alejarse de ella, tendría muy pocas probabilidades de dirigirse hacia una mayor felicidad. Una noche, Safo regresa del circo más pronto que de costumbre, cargada con unos manojos de flores que ha recogido para dárselas a Attys. La portera, al verla pasar, hace una mueca distinta de la de todos los días; la espiral de la escalera se parece de repente a los anillos de una serpiente. Safo se percata de que la botella de leche no está en la esterilla que hay delante de la puerta, en el sitio de costumbre; ya en el vestíbulo, olfatea el olor a colonia y a tabaco rubio. Comprueba en la cocina la ausencia de una Attys ocupada en freír los tomates; en el cuarto de baño, la ausencia de una muchacha que juega con el agua; en el dormitorio, el rapto de una Attys dispuesta a dejarse mecer. Al abrir de par en par las puertas del armario de luna, llora por la ropa desaparecida de la joven amada. Un gemelo de color azul yace en el suelo como una rubrica del autor de aquel rapto, de aquella partida que Safo se obstina en no creer eterna por miedo a no poder soportarlo sin morir. Vuelve a recorrer ella sola la pista de las ciudades, y busca ávidamente en todos los palcos un rostro que su delirio prefiere a cualquier cuerpo. Al cabo de unos años, una de las giras por Levante la devuelve a su tierra natal; se entera de que Philippe dirige ahora en Esmirna una manufactura de tabacos de Oriente; acaba de casarse con una mujer rica e importante que no puede ser Attys: se cree que la joven abandonada ha entrado a formar parte de una compañía de bailarinas. Safo recorre otra vez todos los hoteles de Levante, cada uno de cuyos porteros posee su peculiar manera de ser insolente, desvergonzado o servil; los tugurios del placer donde el olor a sudor envenena los perfumes; los bares donde una hora de embrutecimiento en el alcohol y en el calor humano no dejan más huella que el redondel de un vaso en una mesa de madera oscura; registra hasta los asilos del Ejército de Salvación, con la vana esperanza de recuperar a una Attys empobrecida y dispuesta a dejarse amar...




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