jueves, 18 de abril de 2013


Hay que amar  mucho para arriesgarse a padecer.
Y el riesgo es extremo. Los caminos son inciertos.
Dicen que solo amamos una vez, pues solo una vez se está perfectamente equipado para amar. Tal vez sea cierto…
Lo real es que todos en algún momento de nuestras vidas hemos sido arrasados por la llama  del sentimiento y hemos desesperado como Fedra, hemos mentido como Aquiles, decidido como Patroclo o caído en las fauces del “crimen” como Clitemnestra o Safo.
Amar es luz y es sombra y todo a la vez.
Sin embargo ¿Quién de nosotros es capaz de afirmar que no daría hasta el alma por amar y sentirse amado?
Safo personaliza la angustia de una mujer con el corazón roto. La joven poeta romántica y soñadora que es capaz de  morir por amor.
Sus poemas  hablan de la pasión amorosa como una fuerza irracional que se apodera del ser humano y se manifiesta en los celos, el deseo y la nostalgia.
Marguerite la traerá hasta nuestros días. La desmitificará. Nos acercará sin tapujos a esa criatura capaz de amar a hombres y a mujeres por igual y la descubrirá ante nuestros ojos como un referente del cúmulo de emociones a las cuales somos arrastrados en nombre de amar. ..
 ¿El resultado?
Un texto inolvidable.



Safo o el suicidio (Última parte) 

En Estambul, la casualidad hace que se siente todas las noches al lado de un joven descuidadamente vestido, que dice ser empleado de una agencia de viajes; su mano más bien sucia sostiene perezosamente la carga de su frente triste. Intercambian unas cuantas palabras banales que en ocasiones sirven de pasarela al amor entre dos criaturas. El dice llamarse Faón y pretende ser hijo de una griega de Esmirna y de un marino de la flota británica: el corazón de Safo torna a latir de nuevo al oír el acento delicioso que ella besaba en los labios de Attys. El arrastra tras de sí recuerdos de huida, de miseria y de peligros independientes de las guerras y más secretamente emparentados con las leyes de su propio corazón. También él parece pertenecer a una raza amenazada, a quien una indulgencia precaria y siempre provisional permite permanecer con vida. Aquel muchacho sin permiso de residencia está lleno de preocupaciones; es defraudador, traficante de morfina, tal vez agente de la policía secreta; vive en un mundo de conciliábulos y de consignas donde no entra Safo. No necesita contarle su historia para establecer entre ellos una fraternidad en la desgracia. Ella le confiesa sus lágrimas; se detiene a hablarle de Attys. El cree haber conocido a ésta: recuerda vagamente haber vista en un cabaret de Pera a una mujer desnuda haciendo juegos malabares con las flores. El tiene un barquito de vela con el que pasea con el Bósforo los domingos; ambos buscan por todos los cafés pasados de moda que hay en las orillas, por los restaurantes de las islas, por las pensiones de la costa de Asia donde viven modestamente algunos extranjeros pobres… Sentada en la popa, Safo contempla, a la luz de un farol, cómo tiembla aquel hermoso rostro de hombre joven que es ahora su único sol humano. Descubre en sus facciones ciertas características antaño amadas en la muchacha desaparecida: la misma boca tumefacta como si la hubiera picado una misteriosa abeja, la misma frente pequeña y dura bajo unos cabellos diferentes y que ahora parece empapados de miel, los mismos ojos semejantes a dos largas turquesas turbias, pero engarzadas en un rostro tostado en lugar de ser blanco, de suerte que la pálida joven de cabellos oscuros le parece haber sido una simple reproducción de aquel dios de bronce y oro. Safo, sorprendida, comienza a preferir lentamente aquellos hombros rígidos como la barra del trapecio, aquellas manos endurecidas por el contacto de los remos, todo aquel cuerpo en el que subsiste la suficiente dulzura femenina para que ella lo ame. Tendida en el fondo de la barca, se abandona a las nuevas pulsaciones de las olas por donde se abre paso aquel barquero. Ya no le habla de Attys sino para decirle que la muchacha perdida se le parece, aunque es menos bella: Faón acepta estos homenajes con una alegría inquieta mezclada de ironía. Ella rompe ante sus ojos una carta donde Attys le anuncia su regreso, y cuya dirección ni siquiera se ha molestado en descifrar. El la mira con una sonrisa en sus labios temblorosos. Por primera vez descuida ella las disciplinas de su oficio severo; interrumpe sus ejercicios que ponen cada músculo bajo el control del alma; cenan juntos y, cosa inaudita para ella, come demasiado. Sólo le quedan unos días de estar con él en aquella ciudad de donde la echan los contratos que la obligan a planear por otros cielos. El consiente por fin en pasar con ella esa última noche, en el pisito que ella habita en el puerto. Safo mira cómo pasea de un lado a otro de la habitación aquel ser semejante a una voz en que las notas claras se mezclan con otras profundas. Inseguro de sus ademanes, como si temiera romper una ilusión frágil, Faón se inclina con curiosidad para ver los retratos de Attys. Safo se sienta en el diván vienés cubierto de bordados turcos; se aprieta la cara entre las manos como si se esforzara por borrar las huellas de los recuerdos. Aquella mujer que, hasta ahora, tomaba sobre sí la opción, la oferta, la seducción, la protección de sus amigas más frágiles, se relaja y naufraga por fin, blandamente abandonada al peso de su propio sexo y de su propio corazón, dichosa por no tener que hacer en lo sucesivo, sino el gesto de aceptación. Oye moverse al joven en la habitación contigua, donde la blancura de una cama se extiende como una esperanza, pese a todo maravillosamente abierta; oye cómo destapa unos frascos en el tocador, cómo registra en los cajones con el aplomo de un ladrón o de un amigo íntimo que piensa que todo le está permitido, cómo abre al fin las dos puertas del armario donde cuelgan los vestidos como si fueran suicidas, mezclados con algunas fruslerías que aún le quedan de Attys. De repente, un ruido sedoso, parecido al estremecimiento de los fantasmas, se acerca como una caricia que podría hacer gritar. Ella se levanta, se da la vuelta: el ser amado aparece envuelto en una bata que Attys dejó al marcharse. La muselina, que se pega a la carne desnuda, acusa la gracia casi femenina de las largas piernas del bailarín. Sin sus estrictos trajes de hombre, aquel cuerpo flexible y liso es casi un cuerpo de mujer. Aquel Faón que tan cómodo se encuentra con su disfraz no es sino un sustituto de la bella ninfa ausente; es una mujer la que llega hasta ella con risa de manantial. Safo, loca, corre con la cabeza desnuda hacia la puerta, huye de aquel espectro de carne que sólo podrá darle los mismos tristes besos de siempre. Baja corriendo por las calles sembradas de desechos y de basura que conducen al mar, irrumpe en la marejada de los cuerpos. Sabe que ningún encuentro llevará dentro de sí la salvación, puesto que allí adonde ella vaya siempre encontrará a Attys. Aquel rostro desmesurado le tapa todas las salidas que no dan a la muerte. Cae la noche, semejante a un cansancio que borrase su memoria; aún persiste un poco de sangre por el lado de poniente. De repente, suenan los címbalos como si la fiebre los entrechocara en su corazón: sin darse cuenta, la costumbre le ha llevado hasta el circo a la hora en que ella lucha cada noche con el ángel del vértigo. Por última vez se embriaga con el olor a fiera que acompañó su vida, con aquella música desafinada y enorme como el amor. Una camarera le abre a Safo su camerino de condenada a muerte: se desnuda como para ofrecerse a Dios. Se frota con un color blanco grasiento que la transforma ya en fantasma; se ata apresuradamente al cuello el collar de un recuerdo. Un empleado vestido de negro viene a avisarle que ha llegado su hora. Trepa por la escala de cuerda de su patíbulo celeste. Huye hacia las alturas de la irrisión de haber creído que existía un hombre joven. Deja a un lado la perorata de los vendedores de naranjada, las risas desgarradoras de los niños de color de rosa, las faldas de las bailarinas, las mil mallas de las redes humanas. Sube de un solo impulso por el único punto de apoyo que le consiente su amor al suicidio: la barra del trapecio, que se balancea en el vacío y cambia en pájaro a la criatura cansada de no ser más que media mujer; flota, alción de su propio abismo, suspendida por un pie ante los ojos del público que no sabe su desgracia. Su habilidad la perjudica: a pesar de sus esfuerzos, no consigue perder el equilibrio. Como un turbio profesor de equitación, la Muerte vuelve a sentarla en la silla del próximo trapecio. Sube cada vez más arriba, a la región de los focos: los espectadores se cansan de aplaudirla, pues ya no la ven. Colgada de la cuerda que domina la bóveda tatuada de estrellas pintadas, su único recurso para superarse es reventar su cielo. El viento del vértigo hace chirriar bajo sus pies cuerdas, poleas y cabrestantes de un destino ya superado. El espacio oscila y cabecea como en la mar, cuando sopla el cierzo, se tambalea el firmamento cuajado de estrellas entre las vergas de los mástiles. La música allá abajo se ha convertido en una ola grande y lisa que lava todos los recuerdos. Sus ojos ya no distinguen las luces rojas de las luces verdes; los focos azules que barren la negra multitud hacen brillar a un lado y a otro los hombros desnudos de las mujeres que semejan dulces rocas. Safo, agarrada a su Muerte como a un promontorio, escoge para caer el lugar donde las mallas de la red no puedan detenerla. Pues su suerte de acróbata sólo ocupa la mitad del inmenso circo: en la otra parte de la arena, donde se desarrollan los juegos de foca de los payasos, no hay nada preparado para impedirle morir. Safo se sumerge, con los brazos abiertos como si quisiera abrazar la mitad del infinito, dejando tras de sí el balanceo de una cuerda como prueba de su partida al cielo. Pero los que fracasan en sus vidas corren asimismo el riesgo de malograr su suicidio. Su caída oblicua choca con unos de los focos que parece una gran medusa azul. Aturdida, pero intacta, el choque rechaza a la inútil suicida hacia las redes que prenden y se desprenden de las espumas de luz; las mallas se hunden sin ceder bajo el peso de aquella estatua repescada de las profundidades del cielo. Y pronto los peones no tendrán más que halar sobre la arena ese cuerpo de mármol pálido, chorreando sudor como una ahogada en el agua del mar.




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